jueves, 4 de abril de 2013

Diario (53) 31 de marzo de 2003


              Son las 12:40 de un lunes que promete ser primaveral, a juzgar por cómo luce el sol y cómo cantan los pájaros.
                La noche ha sido espantosa. He despertado muchísimas veces. Imagino que influirá el cambio de horario y el de tiempo. Me he quedado dormido y he llegado “por los pelos” a recoger la medicación. Después pasé por el economato a tomarte un café. El funcionario de guardia me pregunta por el “parte de guerra”.  Siempre utiliza esta misma expresión para referirse a mi situación. He hablado en tres o cuatro ocasiones con él, pero no me sé su nombre. Pronto llega al economato una sanitaria y el funcionario amigo de los que fueron mis compañeros de instituto. Este último se interesa por mi caso y por cómo me encuentro. Me comenta que los profes quieren venir a visitarme y que les explicó que no era algo fácil de conseguir. Después de un rato de charla se despidió amablemente reiterándome que si necesitase algo me pusiera en contacto con él. Es la sanitaria quien me pregunta ahora sobre mi causa. Luego la conversación se desvía hacia otros temas hasta llegar al del divorcio y las causas de nulidad matrimonial eclesiástica. Nos interrumpe un interno que viene a enseñarnos la fotografía de su hija el día de su Primera Comunión.
                Sobre las once subí para fregar el pasillo, las salas comunes y la escalera. Después lavé un poco de ropa que, enseguida, pude poner a secar. Limpieza de celda, afeitado y ducha.
                En los patios de los módulos 3 y 4 se ve a numerosos internos. Aprovechan a salir con el sol y alguno se pasea a pecho descubierto. Parecen todos bastante jóvenes. Algunos están a la sombra, en torno a un banco. Los más  deambulan de un lado a otro de la cancha –el patio está marcado como cancha para jugar al futbol sala-.
                No sé si porque es lunes o, más bien, porque ha salido el sol, la prisión parece más viva y despierta que de costumbre. Se oyen voces, gritos, silbidos… y se ve movimiento entre los internos. Si no mirara a través de los barrotes y me limitara a escuchar parecería que estuviese en la sala de profesores del instituto durante el tiempo de recreo de los alumnos. El tener los ojos abiertos me obliga a ver las torres repletas de focos, los altos muros que separan los patios, las alambradas en torno al recinto, los barrotes en cada ventana… un decorado que impide evadirse de la realidad en la que estoy.
                Mi módulo, como de costumbre, permanece en silencio y tranquilo. Normal, teniendo en cuenta que es el “hospital” de la cárcel.
                13:34 He comido lentejas. Espero al reparto de la medicación. Llaman.
                14:30 Ya ha pasado el recuento. Me he tomado un café. El Cabo entró y salió del economato como un rayo. “¡Estoy harto de mariconeos y gilipolleces”, exclamó. Cogió un vaso de leche y un sobre de descafeinado. Le pregunté más tarde si estaba enfadado y dijo que no, pero volvió a soltar la misma frasecita: “¡Estoy harto de…!”.
                Un interno se acercó a preguntarme si había visto la televisión a las 13:00 porque habían emitido algo que seguramente me interesaba, pero no me concretó nada más. Otro interno, asturiano, me pide que hable con el capellán para preguntarle si podrá disfrutar de un permiso de tres días que le van a conceder en el piso de acogida.
                Subo a mi celda y me pongo a rezar el breviario. Llega a mis oídos una música familiar. ¡Cuántos recuerdos! En días soleados la escuchaba cuando navegaba por la ría.
                16:20 Aunque todavía brilla el sol se acercan amenazantes unos nubarrones. Me he quedado dormido y me ha despertado la megafonía. ¡Qué susto! Aquí arriba suena altísima. Por lo demás, el silencio y la tranquilidad son la tónica dominante aquí y en los módulos de al lado.
                17:20 Ya es mala suerte. Acabo de telefonear a casa y mis padres no están. Me cogió la chica y me comentó que ellos fueron a Santiago a pedir un informe a mi psiquiatra. Me pregunta cómo estoy y hablamos unos minutos, hasta que el funcionario me manda colgar.
                He escrito a mis sobrinas y a un par de amigos.
                Al ser lunes, el capellán no viene. En teoría tendría que venir el otro, un sacerdote que atiende unas parroquias cercanas y que acostumbra a acercarse un día a la semana, cuando el capellán descansa. Desde que yo he estado preventivo, me dijo el capellán, no ha vuelto. Es mi segundo lunes en prisión y me fastidia no poder celebrar la Santa Misa. Además, si viniera este sacerdote tendría la oportunidad de confesarme con él pero… así son las cosas, qué le vamos a hacer.
                Espero recibir alguna carta. Sobre las 20:00, después de las cenas, suelen entregar la correspondencia.
                18:30 He rezado vísperas, el rosario y he hecho la oración. Me han ayudado el himno de las vísperas y la lectura de Martín Descalzo.
                “Yo quiero la pena de joyas divinas que rasga las sienes… ¡Si me das coronas, dámelas de espinas!”. No nos detenemos, la mayor parte de las veces, a reflexionar sobre los textos que nos propone la liturgia. ¡Cuántas veces habré recitado este himno! Conmigo, tantos cristianos, tantos sacerdotes y religiosos y religiosas.  Cuando el Señor nos da aquello que le pedimos, nos quejamos.  Al menos, yo.
                “¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias que el tiempo derrumba. Es coronamiento de todas las glorias un rincón de tumba”. Contemplar el mausoleo de Napoleón, visitar en los cementerios los panteones de personajes ilustres,… ¡un rincón de tumba! Ahí han quedado la altivez y los honores.
                “No-es-bastante” es el nombre que Dios da como respuesta a un anacoreta que le pregunta cómo se llama. “No-es-bastante” el amor que decimos entregar a Dios y, menos aún, el que de hecho le entregamos. Somos tacaños con Dios. No le amamos como amamos a muchas personas de la tierra. ¿Personas? ¡Cuántas veces amamos más a las cosas que al mismo Dios! Nos apegamos a lo perecedero como si fuera eterno y como si nosotros fuéramos a ser los mismos siempre.
                Encerrado en mi celda me quejo de mi suerte ante Dios, el único que me escucha aquí y ahora. Pero ¿y mientras no me he visto aquí? ¿Le he ofrecido la milésima parte de lo que me pedía? ¿He trabajado al máximo poniendo a su servicio los talentos recibidos?
                Cuando estuve preventivo tuve tiempo y ocasión de reflexionar. Aquellos fueron, sin duda, los días que hice los ejercicios espirituales más serios de mi vida. Anoté entonces propósitos firmes y concretos para llevar a cabo. Una vez en libertad, pronto olvida uno muchos de esos propósitos y que Dios es el único que me ha ayudado a no desesperarme. Ahora es Él quien me asiste para que pueda mantener la serenidad. Siento que me está invitando a entregarme con una mayor radicalidad y sigo ofreciendo resistencia. ¿A qué tengo miedo? Las baratijas que ofrece el mundo no son nada en comparación con el caudaloso tesoro que el Señor reserva a quien le sigue. Me sé la lección, sin embargo, no acabo de darme del todo. No acabo de dejar a un lado los estorbos que me impiden amarlo como Él desea que lo ame.
                ¡Sí! Todo esto es una prueba y lo es porque el Señor me ama. Ha probado a Abraham, a Moisés, a Job… a su mismo Hijo. No hay un solo santo en la historia que no se haya encontrado con dificultades, que no haya experimentado que cuando Dios nos invita a amarle lo hace para que nos entreguemos de verdad y por entero. Domine, ut videam!
                Quiero ser sincero al recitar el Himno: “En tierra extraña peregrinos, con esperanza caminamos… Para el camino se nos queda entre las manos, guiadora, la cruz, bordón, que es la vereda y es la bandera triunfadora”.
                Ha subido a mi celda el sanitario. Ha estado de charla conmigo hasta que un funcionario lo ha venido a buscar a las 19:40. Aprovecho para bajar a buscar la medicación y me entregan dos cartas: de una religiosa y de dos ex alumnas. Tomo un café en el economato antes de subir a la celda. En la cabina del primer piso de enfermería un funcionario, solo, toma una cerveza. Por lo visto le agobia estar en el control de la planta baja con los demás –eso me comentan-. El Cabo dice: “está zumbado”.
                Pongo el pijama y me traslado a la celda de mi interno de apoyo. Una jornada más. Gracias, Señor.

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