Comienza un nuevo día. Éste trae
consigo la ilusión de poder ver a mi familia, aunque no sea más que a través de
un cristal de los locutorios. A las 10:30 he desayunado, tomado la medicación,
me he duchado, afeitado y vestido para la ocasión. Quiero que mi apariencia sea
buena y que me vean alegre por fuera, aunque la tristeza me devore por dentro.
Es
sábado, por lo que se intuye que el día será tranquilo. Espero a que llegue el
capellán para poder celebrar la Santa Misa. Sigo la lectura del libro de José
Luis Martín Descalzo, Razones para la
alegría. Podría parecer puro
masoquismo leerlo en esta situación pero, al contrario, me ayuda a
sobrellevarla. A las 11:10 ya he rezado, además, el Oficio de lectura y Laudes
y he hecho la oración personal. La mañana se me hace eterna. Deseo ver a los
míos. En la celda todo es quietud. El silencio únicamente lo rompen los
graznidos de las gaviotas. Me traen consigo el recuerdo del mar, del inmenso
océano que se abre ante nosotros invitando a la esperanza ante un horizonte
abierto. Aquí, rodeado de montañas, el
mundo parece acabarse en ellas. El mío, como el de cualquier preso, parece concluir
todavía antes, en el interior de este recinto entre rejas. Aunque los sentidos
quieran engañarme quiero ver más allá de las rejas y de las montañas. Las
gaviotas son señal segura de que hay más mundo del que ahora me rodea. ¡Qué
largo se hace el tiempo!
Por
fin ha llegado el capellán. Su auxiliar viene a buscarme y me acompaña a la
capilla para que pueda celebrar la Santa Misa. Después de la celebración el
capellán me hablará de los “problemas”
de mi ingreso: que mi interno de apoyo
y el Cabo quieren traer para el
economato de enfermería a un amigo suyo, que hay funcionarios que quieren que
se me traslade de prisión, que la directora de enfermería está dispuesta a
darme un plazo para ver cómo se desenvuelven las cosas… Me recomienda colaborar
en lo que pueda y ser muy prudente con internos y funcionarios, procurando ser
discreto y no hablar mucho.
A
las 12:00 llega el tan esperado momento de poder comunicar en locutorios con mi
familia: mis padres, hermana y cuñado. Los encuentro de buen humor. Supongo
que, como yo, hacen el esfuerzo para que la situación sea lo menos embarazosa
posible. Mi hermana me pide que les escriba a las niñas, se llevarán una
alegría. Le pido a mamá que haga un esfuerzo por salir y no quedarse metida en
casa. A mi padre le digo que utilice mi coche. Mi cuñado me quiere enviar un
discman pero le advierto que, de momento, es mejor esperar porque ponen
bastantes dificultades para todo. Les dejo caer que el capellán me ha hablado
de un posible traslado para que se vayan haciendo a la idea si sucede. Me
preguntan por el interno de apoyo y se dan cuenta de que las cosas no son como
cuando estuve preventivo.
Mañana,
me indican, habrá una manifestación de apoyo en la que ha sido mi parroquia.
Hay carteles anunciándola y se espera una numerosa participación. El tiempo
ahora se pasa a una velocidad increíble. Sin apenas darnos cuenta llega el fin
de la comunicación. Se apaga el telefonillo y nos despedimos pegando nuestras
manos al cristal.
Los
he encontrado aparentemente tranquilos, resignados. Mamá me pide que rece y
papá me recuerda que el mundo no se acaba, que cuando se cierra una puerta,
otra se abre. Bromeo y le digo que aquí eso sí es cierto. Has de esperar a que
se abra cada una de las puertas para que, inmediatamente, se vaya cerrando a tu
paso. ¡Tengo una familia excepcional! ¿Se puede pedir más?
El
Obispo ha telefoneado a casa para decir que esta semana estará muy ocupado,
pero que procurará venir a visitarme en cuanto pueda.
Por
la tarde no nos dan la medicación. Me siento con la cabeza en el aire pero no
sé si se debe a esto último o a que ya llevo tres días sin comer ni cenar. Sigo
sin apetito. Escribo a mis sobrinas, a mi hermana y a tres amigos más. Rompo a
llorar así que decido rezar la hora intermedia, las I vísperas y el rosario. Sigo
leyendo Razones para la alegría.
Son
las siete cuando comienzan a llegar mis compañeros. Los sábados acostumbran a
jugar al fútbol. Mi interno de apoyo apenas cruza una sola palabra conmigo. Sí,
ciertamente ha cambiado. El griego me
dejó la llave del economato por si algún funcionario o personal sanitario
llamaban para tomar café. No hubo ninguna incidencia. Una tarde tranquila.
Tiempo para rezar, dormir, llorar…y dar demasiadas vueltas en mi cabeza a los
últimos acontecimientos de mi vida.
A
las 20:30 estamos ya chapados. Hago
el propósito de ir mañana, domingo, al comedor. No me faltan ganas de iniciar
una huelga de hambre pero…para qué valdría. Ofrezco al Señor mi ayuno, puede
ser un buen modo de iniciar este tiempo de prisión que promete ser largo, muy
largo y complicado.
Domine,
ut videam!
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