lunes, 25 de marzo de 2013

Diario (43) 21 de marzo de 2003


                  La noche anterior, una vez chapados en la celda, el interno de apoyo me pidió perdón por el frío recibimiento. Se disculpó diciéndome que no contaba conmigo y que no supo cómo reaccionar. Hoy me deja una taquilla libre y una mesa para que pueda organizar mis enseres.
                Me he despertado en varias ocasiones. El interno de apoyo me ha dicho que no he parado de hablar en voz alta mientras dormía.
                A las 12:00 celebro la Santa Misa. El funcionario de guardia me puso dificultades en un primer momento para dejarme salir del módulo sin una autorización escrita pero, finalmente, accedió. La psicóloga me entrevista brevemente. Me pregunta si soy inocente y por qué estoy en la Enfermería, ya que aquí, dice, se limitan mis actividades. Le señalo que llevo dos años con tratamiento psiquiátrico por depresión. El funcionario me avisa de que la trabajadora social me espera. Me abre una ficha de datos y me reitera la misma pregunta que la psicóloga, por qué estoy en enfermería. Me indica que si necesito algo he de solicitar su asistencia a través de una instancia y que al estar pendiente de la resolución del recurso al Supremo no se me puede catalogar para permisos ni grado. Sospecho que a algunos no les sienta bien que me hayan ingresado en este módulo.
                Esta mañana, después de desayunar en el economato y hablar con un educador, subí a la celda y me puse a leer Razones para la alegría. Me siento, en esta ocasión, más preso que en la anterior. Aunque no sea firme, hay una condena. Muchos de los reclusos que había conocido están ya en libertad o a punto de conseguir el tercer grado. Alguno se ha ahorcado. La mayoría son nuevos. Presiento que me va a costar adaptarme a la situación. A los internos que ya conozco los he encontrado envejecidos. Ha pasado un año y cuatro meses desde mi estancia aquí, pero da la sensación de que hubieran pasado muchos más años. Solo en la celda oigo a las gaviotas. El tejado está invadido por ellas. ¡Cómo ha cambiado la prisión! Funcionarios, internos, normas… no es la misma.
                He solicitado permiso para telefonear pero todavía no ha llegado la respuesta a mi instancia. Me preguntan a quién voy a llamar y acceden a mi solicitud. Por fin puedo hablar con mis padres unos minutos. Mi hermana sigue con fiebre y mamá está muy preocupada. Dice que mañana vendrán a verme.
                Escribo mis cuatro primeras cartas: al Obispo, al abogado, a mi compañero de curso y a mi compañera de instituto. Después leo y me quedo dormido un rato. Rezo el rosario, voy a por la medicación y llega la hora del chape. Tampoco hoy he podido comer ni cenar nada. No tengo apetito ninguno. La única noticia que me ha llegado del exterior es que estamos en guerra contra Irak. Aunque mi interno de apoyo tiene un televisor, no me atrevo a encenderlo si él no está. No quiero incordiarle ni romper demasiado su intimidad. Bastante es ya que tenga que tenerme como inquilino. A las 20:30 el economato ha cerrado y estamos ya en las celdas. “Domine, ut videam”.

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