sábado, 1 de diciembre de 2012

Reflexión (3) La iglesia ¿madre?


¡Fórmanos sacerdotes a tu imagen! ¡Sacerdotes que recen y trabajen para alumbrar al mundo con tu Luz! No, el sacerdocio no es un trabajo, un oficio  a desarrollar con mayor o menor eficacia a cambio de un salario. El sacerdocio es una vocación, una llamada de Cristo a parecerse a Él, a identificarse con Él, a colaborar con Él para llevar a los hombres su Mensaje, su Amor, su Paz, su Luz. No somos sólo transmisores de su Palabra. Debemos reflejar en nuestra vida, con el ejemplo, aquello que predicamos. La conversión a la que llamamos debe realizarse en nuestra propia vida sin perder de vista que todos somos llamados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Pero no somos perfectos, somos invitados a luchar para serlo. Porque somos pecadores, porque tenemos defectos, porque somos hombres, porque nuestra debilidad se hace patente en nuestras vidas, hemos de luchar día a día por mejorar para poder identificarnos con Cristo. Esta identificación no será nunca plena aquí en la tierra. No somos, ni creo que podamos pretender ser, inmaculados. Y es nuestra propia debilidad y nuestra propia lucha la que ha de llevarnos a ser misericordiosos con los demás y a poder decirles que no es imposible alcanzar lo que Él nos pide. Desde el reconocimiento humilde de nuestras propias debilidades comprendemos mejor las debilidades de nuestros hermanos.
            Sin duda he hecho daño a muchas personas. ¡Sí!, de pensamiento, palabra, obra y omisión, confieso públicamente, como lo hacemos cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, que soy débil, soy pecador, pero no soy un delincuente. Mi vida está plagada de pecados de debilidad, no de maldad. Me he equivocado muchas veces, demasiadas. ¿Es esto motivo para que un sacerdote se vea privado de ejercer el ministerio al que ha sido llamado?
            Al pensar en mi situación personal no puedo obviar la de tantos que, como yo, se hayan podido ver inmersos en algo semejante. He tenido, tengo, la suerte de no haberme visto solo en ninguna de las etapas que he tenido que recorrer. No sólo he contado con la ayuda de Dios sino con la de mi familia, la de sacerdotes y superiores, la de muchos amigos, la de quienes fueron mis feligreses e, incluso, la de personas a las que nunca he tratado personalmente y que ante mi caso, conocido por la prensa o por alguien que les habló de él, se pusieron en contacto conmigo para transmitirme ánimo y esperanza o salieron a la calle para reclamar una solución justa. Aún así, el dolor, la ansiedad, la angustia no han dejado de hacer mella en mí y ya no sólo en el ámbito físico sino también y, fundamentalmente, en el psicológico, anímico y espiritual.
            Me alarman los casos, de los que apenas se habla en prensa, de sacerdotes, diáconos, obispos, religiosos que, ante una situación semejante, han sucumbido a la desesperación. Muy especialmente aquellos en los que, después de un desenlace fatal, quien los había denunciado hizo público su arrepentimiento por haber mentido.
            Sé que ha habido casos execrables de verdaderos abusos por parte de sacerdotes. No puedo obviarlo tampoco. No puedo describir todo lo que pasó por mi pensamiento y lo que sintió mi alma al leer en una carta de un sacerdote que me escribió a prisión que no era yo, sino él, quien debiera pagar por delitos de esa índole en la cárcel. Aquel día hice un propósito firme: ofrecer mi propio dolor por ese sacerdote y sus víctimas y pedirle a Dios por ellos.
            ¿Cuál ha de ser la respuesta de la iglesia a todas estas situaciones? Es evidente que ha de esforzarse en la lucha por la justicia. Pero, ¿no está dejándose llevar por la premura, no está imitando la respuesta de sistemas jurídicos que son claramente insuficientes e injustos en sus acciones? ¿No está yendo mucho más allá en sus resoluciones que las mismas legislaciones civiles? ¿No deben ser alumbradas por el mensaje y actuación de Cristo las normativas y legislaciones de la iglesia? ¿No ha de esforzarse a toda costa por evitar tales situaciones además de juzgar con rectitud las que ya son inevitables? 
            No puedo dejar de preguntarme cómo es posible que, si un sacerdote o un religioso han permanecido al menos durante sus años de adolescencia y juventud en un seminario o noviciado, no se hayan podido detectar los posibles problemas de desestructuración de la personalidad que lo puedan llevar a cometer delitos tan deleznables. ¿Es la educación en esos centros una educación integral que abarca todos los aspectos de la personalidad, incluido el aspecto de madurez sexual, teniendo en cuenta que se trata de candidatos a una opción de vida celibataria? ¿Está basada esa educación en los principios científicos de la personalidad con una visión actualizada?  ¿Sigue siendo la sexualidad un tema tabú del que solamente se habla en confesión o al que se refieren desde una visión espiritualista trasnochada? ¿Es la solución a los posibles abusos sexuales la estigmatización de una determinada condición sexual? El ser heterosexual o gay ¿implica o no una predisposición a cometer delitos? Si un sacerdote o religioso optan por el celibato y la castidad, ¿qué importancia ha de tener su condición o tendencia sexual? ¿Se ayuda a los candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada a alcanzar una madurez afectiva real?
            La iglesia se define como madre. ¿Es maternal el trato a todos sus hijos velando por su bien? Me cuesta imaginar a una madre que no se preocupe por la integral formación y educación de su hijo en vistas a su crecimiento y desarrollo. Me cuesta todavía más imaginarla despreciando al hijo enfermo o equivocado aun cuando comete un error grave. ¿Es de buena madre el echar fuera a sus hijos, por malos que éstos sean, y dejarlos a su suerte?
Han sido más de cinco años de confinamiento en prisión. Allí, como en parte he relatado a lo largo de mi diario, no fueron pocos los que acudieron a este sacerdote condenado para desahogar sus angustias, solicitar consejo, pedir confesión, participar de la celebración de la Santa Misa que yo mismo celebraba. Podían acudir al capellán de prisiones que diariamente venía al Centro Penitenciario. Pero no, muchos acudían al sacerdote condenado y preso. Me recordaban a aquel buen ladrón del que habla el Evangelio. No descubrió a Dios encarnado en el mensaje de Jesucristo o en sus milagros. Fue capaz de descubrirlo en el patíbulo de la cruz, en el fracaso de una condena, en la debilidad y en el escarnio de quien, como él, colgaba de un madero. Ante lo que cualquiera hubiera considerado un escándalo, acercarse a Dios a través de quien es condenado por blasfemia, aquel buen ladrón descubre el camino para llegar a Dios y salvarse. ¿Acaso no es semejante la actitud de esos presos que son capaces de ver en un sacerdote condenado la mediación para acercarse a Dios? ¿Quiénes somos para poner límites a la acción de Dios? ¿No hay más fe en esos presos que en algún monseñor o purpurado eclesiástico?
La Institución Penitenciaria que se ocupó de mi custodia y vigilancia no me impidió celebrar la Santa Misa, predicar o confesar. Sabía que los internos, y algunos funcionarios, participaban en ella. Incluso se me permitió formar con un grupo de internos un pequeño coro. Dejaron que durante nueve meses me ocupara como interno de apoyo en la enfermería del Centro de los compañeros enfermos. Una ocasión para mí de poner en práctica el espíritu de las Bienaventuranzas y de vivir radicalmente el encuentro con Cristo en el marginado y enfermo. Me confiaron después el encargo de llevar la biblioteca central y de colaborar en la edición de la Revista del Centro. Por último, incluso, me solicitaron ser el coordinador en el módulo de convivencia en el que estaba confinado. Una experiencia pionera por la que apostó la Dirección Penitenciaria para que fueran posibles los módulos de autogestión por parte de los presos. Cada mañana, durante más de un año, era mi labor dirigirme a mis más de cien compañeros para coordinar las actividades de la jornada y atender a sus solicitudes, sugerencias, demandas.
Permítaseme un ejemplo muy gráfico. En nuestra sociedad, hoy, se nos reclama que seleccionemos hasta los residuos. No toda la basura es para tirar y quemar. Alguna se recicla. Un Estado de Derecho que condena a un ciudadano no sólo lo castiga, busca su rehabilitación y reinserción y le permite, pasado el periodo de inhabilitación, volver a ejercer su profesión. ¿Es la iglesia la única institución que, llamándose madre, no es capaz de rehabilitar y reinsertar a sus propios hijos? ¿Ni siquiera puede reciclarlos? ¡Menos mal que mi madre nunca ha entendido así su maternidad!
Para concluir me gustaría resaltar que si bien es cierto que el Beato Juan Pablo II dijo a los Obispos de USA (24-IV-02) que "no hay lugar entre el clero y los religiosos para quienes dañan a los jóvenes", no menos cierto es que continuó afirmando: "Vosotros estáis trabajando ahora para establecer criterios más fidedignos para asegurar que este tipo de errores no se repitan. Al mismo tiempo, incluso reconociendo el carácter indispensable de estos criterios, no podemos olvidar el poder de la conversión cristiana, esta decisión radical de abandonar el pecado y de regresar a Dios, que alcanza las profundidades del alma de una persona y que puede producir un cambio extraordinario"

1 comentario:

  1. Traslado el comentario que en Facebook me ha hecho Ruben con motivo de la publicación de este artículo:
    Me gusta el artículo y lo comparto enteramente. Las autoridades competentes se han ido al otro lado del péndulo. Se pasa del ocultamiento a la barra libre a la hora de denunciar, abriendo paso a todo tipo de personajes: verdaderas víctimas, pero también a todos aquellos que pretendiendo hacer daño encuentran ahora una plataforma ideal para sus objetivos. La sensación es que cualquier sacerdote por el hecho de ser acusado es ya culpable y recae sobre él la carga probatoria de inocencia en vez de recaer sobre el acusador la carga probatoria del presunto delito.
    Por cierto, el eslogan de Tolerancia cero, no aparece ni en el evangelio, ni en los Padres de la Iglesia, ni en el Catecismo, ni siquiera en el Derecho canónico. Triste que Roma, a lo largo de los siglos modelo y ejemplo de equidad y justicia, haya adoptado ese eslogan y esa práctica asumida por el episcopado norteamericano, aunque criticada por no pocos de los obispo miembros de dicha Conferencia episcopal. Normas, esas de la tolerancia cero, que fueron tomadas bajo intensa presión mediática y que contaron con la dura crítica y condena de eminentes canonistas que vieron en ellas un verdadero atentado a la seguridad jurídica de los sacerdotes. Roma, ante el escándalo, también se ha vendido y entregado a la presión, por el buen nombre de la institución y en no pocos casos en detrimento de la justicia y de la seguridad jurídica de los sacerdotes tanto falsamente acusados, como aquellos que fueron denunciados fuera de los plazos de prescripción que son también ley jurídica y garantía de justicia y de derecho.
    Juan Pablo II tenía idea de Iglesia como instrumento de gracia que regenera al hombre y lo sana de sus heridas, miserias y pecados. Hoy en día parece que prima en la práctica un espíritu pelagiano, un tipo de moral calvinista y victoriana. Se olvida o niega el dogma del pecado original y ello trae como consecuencia una idea de Iglesia que es comunidad de los justos y perfectos, en vez de comunidad de leprosos a los que Jesús limpia cada día con su gracia. ¿Priman más bien criterios empresariales de imagen? Ello no justifica el pecado, ni elimina la obligación de impartir justicia. Pero cuidado, ya el Padre Amorth advierte del peligro de judicializar la Iglesia más que los mismos estados. Y cuando lo dice es por algo. No olvidemos que el Padre Amorth respira aires romanos...

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