Quiero
señalar, al comenzar esta “reflexión”, que no escribo con la intención de
murmurar, de satirizar o de reprochar a quienes no piensan como yo. Si bien es
cierto que mis palabras son críticas, lo son con las circunstancias, las ideas,
las perspectivas, incluso con los comportamientos y actitudes de algunos, pero
no quieren serlo con las personas, a las que respeto siempre, aunque con ellas no
comparta absolutamente nada y aunque éstas pudieran sentir desprecio por mí. Un
don por el que he de dar gracias a Dios es que en mi corazón no cabe el rencor.
No es mérito mío, sino don recibido. Lo que pretendo es solamente reflexionar,
digamos que en voz alta, sobre mi propia experiencia y como ésta me ha hecho
tener una visión distinta de la vida. Al compartirla pretendo únicamente que mi
lector reflexione conmigo y se cuestione. Pido perdón de antemano si alguno es
tan susceptible como para dejarse “afectar” por ella. Considero que todos
tenemos la suficiente inteligencia para discernir y que, si estoy equivocado,
sabréis tener en cuenta mis limitaciones.
Celebramos el próximo domingo la
fiesta de la Sagrada Familia. En el contexto de este maravilloso tiempo de la
Navidad, la iglesia quiere que la tengamos a Ella como modelo y ejemplo.
Familia. No sé si alguna vez fue tan discutido este término a lo largo de la
historia como en los tiempos actuales. Es tan alta la consideración que sobre
ella ha tenido siempre la iglesia que se le llama “iglesia doméstica”. En la Familiaris
consortio, n. 16, Juan Pablo II decía que “la familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de
personas. Sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como
comunidad de personas” y en su homilía a las familias en Madrid, el
2-11-1982, subrayaba que “la familia es
la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es
y no por lo que tiene”.
No puedo menos que dar gracias a
Dios por la familia que me ha dado. Ahí ha estado siempre, desde los inicios
hasta hoy, pasando por todos y cada uno de esos acontecimientos que la vida nos
presenta, animándome en las esperanzas e ilusiones, compartiendo la felicidad, ayudándome
en el dolor y sufriéndolo conmigo, amándome siempre y sin abandonarme nunca.
¿Se puede pedir más? En ella sí he descubierto eso que el Beato Juan Pablo II
llama “comunidad de personas” que vive,
crece y se perfecciona por, con y en el amor. ¿Una familia perfecta? No lo sé.
Ni siquiera sé lo que cada uno puede llegar a entender por familia perfecta.
Pero sí una familia en la que cada uno “es
amado por sí mismo” y no, precisamente, porque todos pensemos del mismo
modo, tengamos un ideal idéntico, creamos en lo mismo y diseñemos nuestras
vidas con unos mismos objetivos. El amor es capaz de superar las diferencias, de
hacer posible la unidad a pesar de la diversidad, de hacernos comprender que no
se trata de que exista una uniformidad de criterios, sino una comunión de
personas.
Quizás por mi propia experiencia de
vida, mi manera de ver a la familia de Nazaret no sea la más tradicional y
ortodoxa. Me fijo en San José y lo admiro por su valentía a la hora de acoger a
Santa María. Cuando todavía hoy existen sacerdotes que se niegan a bautizar a
los hijos de madres solteras o gentes, que se atreven a decirse cristianas, que
miran con recelo a éstas, no puedo menos que tenerlo a él como referencia. Me
fijo en San José y lo admiro por su aceptación, dedicación y cariño a un hijo
que no es carne de su carne ni sangre de su sangre. Cómo no admirar junto a él
a todos esos padres y madres que aceptan a los niños a quienes no han
engendrado. Me fijo en San José y lo admiro por su aceptación de la voluntad de
Dios y su renuncia a ser padre de una familia numerosa por amor. ¡Qué extraños
y misteriosos son los designios de Dios!
La verdad es que encuentro muy
singular ese modelo, la Sagrada Familia, que la iglesia nos ofrece. No se
trata, para nada, de lo que hoy algunos llaman “familia tradicional”. Al menos, a mí no me lo parece. Pero sí
descubro en Ella los valores esenciales que toda familia puede y está llamada a
vivir: la aceptación sin condiciones aun cuando muchas cosas no se entiendan, la
entrega generosa que implica tantas renuncias, el respeto absoluto por todos y
cada uno aun cuando sus objetivos no son los que uno desearía, en definitiva, el
amor sin límites. Sí, una familia singular, y referente para quienes nos
llamamos cristianos, y que no “pasó por
el altar”, al menos en cuanto a lo que hoy entendemos por esa expresión. A
mí todo este misterio, en la sociedad actual, me invita a evitar juicios de valor sobre las
distintas expresiones de amor que se puedan dar. No me atrevo más que a pedir
luz al Niño Dios y a rezar por todas y cada una de las familias, las que son consideradas como tal por las mayorías, y las que no lo son y, por ello, son tachadas con no sé cuántos calificativos. Pido también por “las familias en dificultad o en peligro, las
desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la
Familiaris consortio califica como «irregulares». ¡Que todas puedan sentirse
abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!” (Carta a
las familias, n. 5, Juan Pablo II), que todas puedan sentirse abrazadas por el
Amor infinito de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario