sábado, 29 de diciembre de 2012

Reflexión (10) Sagrada Familia


          Quiero señalar, al comenzar esta “reflexión”, que no escribo con la intención de murmurar, de satirizar o de reprochar a quienes no piensan como yo. Si bien es cierto que mis palabras son críticas, lo son con las circunstancias, las ideas, las perspectivas, incluso con los comportamientos y actitudes de algunos, pero no quieren serlo con las personas, a las que respeto siempre, aunque con ellas no comparta absolutamente nada y aunque éstas pudieran sentir desprecio por mí. Un don por el que he de dar gracias a Dios es que en mi corazón no cabe el rencor. No es mérito mío, sino don recibido. Lo que pretendo es solamente reflexionar, digamos que en voz alta, sobre mi propia experiencia y como ésta me ha hecho tener una visión distinta de la vida. Al compartirla pretendo únicamente que mi lector reflexione conmigo y se cuestione. Pido perdón de antemano si alguno es tan susceptible como para dejarse “afectar” por ella. Considero que todos tenemos la suficiente inteligencia para discernir y que, si estoy equivocado, sabréis tener en cuenta mis limitaciones.
            Celebramos el próximo domingo la fiesta de la Sagrada Familia. En el contexto de este maravilloso tiempo de la Navidad, la iglesia quiere que la tengamos a Ella como modelo y ejemplo. Familia. No sé si alguna vez fue tan discutido este término a lo largo de la historia como en los tiempos actuales. Es tan alta la consideración que sobre ella ha tenido siempre la iglesia que se le llama “iglesia doméstica”. En la Familiaris consortio, n. 16, Juan Pablo II decía que “la familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas. Sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas” y en su homilía a las familias en Madrid, el 2-11-1982, subrayaba que “la familia es la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene”.
            No puedo menos que dar gracias a Dios por la familia que me ha dado. Ahí ha estado siempre, desde los inicios hasta hoy, pasando por todos y cada uno de esos acontecimientos que la vida nos presenta, animándome en las esperanzas e ilusiones, compartiendo la felicidad, ayudándome en el dolor y sufriéndolo conmigo, amándome siempre y sin abandonarme nunca. ¿Se puede pedir más? En ella sí he descubierto eso que el Beato Juan Pablo II llama “comunidad de personas” que vive, crece y se perfecciona por, con y en el amor. ¿Una familia perfecta? No lo sé. Ni siquiera sé lo que cada uno puede llegar a entender por familia perfecta. Pero sí una familia en la que cada uno “es amado por sí mismo” y no, precisamente, porque todos pensemos del mismo modo, tengamos un ideal idéntico, creamos en lo mismo y diseñemos nuestras vidas con unos mismos objetivos. El amor es capaz de superar las diferencias, de hacer posible la unidad a pesar de la diversidad, de hacernos comprender que no se trata de que exista una uniformidad de criterios, sino una comunión de personas.
            Quizás por mi propia experiencia de vida, mi manera de ver a la familia de Nazaret no sea la más tradicional y ortodoxa. Me fijo en San José y lo admiro por su valentía a la hora de acoger a Santa María. Cuando todavía hoy existen sacerdotes que se niegan a bautizar a los hijos de madres solteras o gentes, que se atreven a decirse cristianas, que miran con recelo a éstas, no puedo menos que tenerlo a él como referencia. Me fijo en San José y lo admiro por su aceptación, dedicación y cariño a un hijo que no es carne de su carne ni sangre de su sangre. Cómo no admirar junto a él a todos esos padres y madres que aceptan a los niños a quienes no han engendrado. Me fijo en San José y lo admiro por su aceptación de la voluntad de Dios y su renuncia a ser padre de una familia numerosa por amor. ¡Qué extraños y misteriosos son los designios de Dios!
            La verdad es que encuentro muy singular ese modelo, la Sagrada Familia, que la iglesia nos ofrece. No se trata, para nada, de lo que hoy algunos llaman “familia tradicional”. Al menos, a mí no me lo parece. Pero sí descubro en Ella los valores esenciales que toda familia puede y está llamada a vivir: la aceptación sin condiciones aun cuando muchas cosas no se entiendan, la entrega generosa que implica tantas renuncias, el respeto absoluto por todos y cada uno aun cuando sus objetivos no son los que uno desearía, en definitiva, el amor sin límites. Sí, una familia singular, y referente para quienes nos llamamos cristianos, y que no “pasó por el altar”, al menos en cuanto a lo que hoy entendemos por esa expresión. A mí todo este misterio, en la sociedad actual, me  invita a evitar juicios de valor sobre las distintas expresiones de amor que se puedan dar. No me atrevo más que a pedir luz al Niño Dios y a rezar por todas y cada una de las familias, las que son consideradas como tal por las mayorías, y las que no lo son y, por ello, son tachadas con no sé cuántos calificativos. Pido también por  “las familias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como «irregulares». ¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!” (Carta a las familias, n. 5, Juan Pablo II), que todas puedan sentirse abrazadas por el Amor infinito de Dios.



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