domingo, 30 de diciembre de 2012

Reflexión (11) Feliz Año Nuevo


                Me gustaría comenzar con una frase que he anotado en mis apuntes pero cuyo autor no recuerdo: “…es mejor vivir con la alegría de los hombres que llorar ante el muro ciego”. ¡Mejor vivir con alegría! ¿Se puede? Echando un vistazo a nuestra civilización y al mundo que hemos construido ¿puedo reír o debo llorar?, ¿puedo estar alegre o, más bien, he de permanecer en la absoluta tristeza? Crisis, desahucios, paro, hambre, desigualdades, injusticias…
            Hay momentos en cada una de nuestras vidas en las que pueden pesar más las razones para la tristeza, el lamento, el llanto. Sin embargo, hemos de preguntarnos, ¿a qué nos conduce estar tristes, lamentarnos y llorar? ¿Para qué sirven las lágrimas? ¿Para qué las angustias y tristezas? ¿Acaso nos van a devolver lo que hemos perdido, lo que nos han robado, lo que hemos dejado atrás?
La letra de una canción me recuerda: “tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja”. No podemos volver atrás. Aunque el pensamiento nos transporte a tiempos pretéritos, no podemos regresar a ellos más que con el recuerdo. Nuestra historia, la historia de cada uno de nosotros está jalonada de momentos de alegría y dolor. Venimos a la vida por un acto de felicidad y placer, nacemos entre dolores y llantos y, sin embargo, proporcionamos alegría a nuestros progenitores y a quien nos ve nacer. La historia del hombre son historias de vidas llenas de contrastes, de constantes contradicciones, de alegrías y tristezas, de risas y de llantos… ¿seríamos capaces de valorar la alegría en su justa medida si no hubiésemos experimentado la tristeza en nuestras vidas?
Son, generalmente, los malos momentos los que quedan grabados de un modo especial en nuestra memoria. También los mejores, los alegres, los felices quedan indeleblemente marcados en ella de manera que podríamos decir que unos y otros, por contraste, conforman nuestro recuerdo. Lo que antes se olvida es lo cotidiano, lo ordinario. Son los acontecimientos felices o los tristes los que marcan  las singularidades de cada ser humano y de las civilizaciones. Pero marcarnos no significa que nos tengan que subyugar. La celebración del fin y del comienzo de cada año ha de ser una invitación a la esperanza, a superar las dificultades y el dolor, a renovar la lucha por seguir viviendo en la alegría. A veces es difícil, muy difícil.
Recuerdo mi primer fin de año en prisión. Aquella mañana de 31 de diciembre de 2003 amaneció con la noticia de un compañero que se había suicidado la noche anterior. Terminó el año acabando con su propia vida. Dejó sus cosas recogidas y una nota escrita. Su cuerpo, colgado todavía del soporte de la televisión, ya estaba frío cuando entré a administrarle la absolución “sub conditione”. Triste manera de terminar. Recuerdo que aquel día escribí en mis papeles: “ser cristiano no consiste, ante todo, en hacer muchas cosas… Ser cristiano consiste, básicamente, en ESTAR, en SABER ESTAR”. Sean cuales fueren las circunstancias de nuestra vida, no importa cómo empieces sino cómo termines.
No importa si 2012 ha sido un año desastroso, lo que importa es que comencemos el 2013 con ánimo renovado, con ganas de luchar porque sea mejor, con la ilusión de que seguimos vivos, con la esperanza de que puede superarse el dolor. Si somos creyentes tenemos la certeza, la garantía, de que no estamos solos. Si no lo fuéramos, también podemos confiar en la buena voluntad de los que quieren un mundo mejor y unirnos a ellos. Que nada ni nadie nos robe la esperanza de seguir luchando, que nada ni nadie se lleve la alegría de nuestros corazones.

        ¡FELIZ AÑO NUEVO! Que Dios nos bendiga a todos y nos conceda su Paz, fuente de alegría, en el nuevo año 2013. 

sábado, 29 de diciembre de 2012

Reflexión (10) Sagrada Familia


          Quiero señalar, al comenzar esta “reflexión”, que no escribo con la intención de murmurar, de satirizar o de reprochar a quienes no piensan como yo. Si bien es cierto que mis palabras son críticas, lo son con las circunstancias, las ideas, las perspectivas, incluso con los comportamientos y actitudes de algunos, pero no quieren serlo con las personas, a las que respeto siempre, aunque con ellas no comparta absolutamente nada y aunque éstas pudieran sentir desprecio por mí. Un don por el que he de dar gracias a Dios es que en mi corazón no cabe el rencor. No es mérito mío, sino don recibido. Lo que pretendo es solamente reflexionar, digamos que en voz alta, sobre mi propia experiencia y como ésta me ha hecho tener una visión distinta de la vida. Al compartirla pretendo únicamente que mi lector reflexione conmigo y se cuestione. Pido perdón de antemano si alguno es tan susceptible como para dejarse “afectar” por ella. Considero que todos tenemos la suficiente inteligencia para discernir y que, si estoy equivocado, sabréis tener en cuenta mis limitaciones.
            Celebramos el próximo domingo la fiesta de la Sagrada Familia. En el contexto de este maravilloso tiempo de la Navidad, la iglesia quiere que la tengamos a Ella como modelo y ejemplo. Familia. No sé si alguna vez fue tan discutido este término a lo largo de la historia como en los tiempos actuales. Es tan alta la consideración que sobre ella ha tenido siempre la iglesia que se le llama “iglesia doméstica”. En la Familiaris consortio, n. 16, Juan Pablo II decía que “la familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas. Sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas” y en su homilía a las familias en Madrid, el 2-11-1982, subrayaba que “la familia es la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene”.
            No puedo menos que dar gracias a Dios por la familia que me ha dado. Ahí ha estado siempre, desde los inicios hasta hoy, pasando por todos y cada uno de esos acontecimientos que la vida nos presenta, animándome en las esperanzas e ilusiones, compartiendo la felicidad, ayudándome en el dolor y sufriéndolo conmigo, amándome siempre y sin abandonarme nunca. ¿Se puede pedir más? En ella sí he descubierto eso que el Beato Juan Pablo II llama “comunidad de personas” que vive, crece y se perfecciona por, con y en el amor. ¿Una familia perfecta? No lo sé. Ni siquiera sé lo que cada uno puede llegar a entender por familia perfecta. Pero sí una familia en la que cada uno “es amado por sí mismo” y no, precisamente, porque todos pensemos del mismo modo, tengamos un ideal idéntico, creamos en lo mismo y diseñemos nuestras vidas con unos mismos objetivos. El amor es capaz de superar las diferencias, de hacer posible la unidad a pesar de la diversidad, de hacernos comprender que no se trata de que exista una uniformidad de criterios, sino una comunión de personas.
            Quizás por mi propia experiencia de vida, mi manera de ver a la familia de Nazaret no sea la más tradicional y ortodoxa. Me fijo en San José y lo admiro por su valentía a la hora de acoger a Santa María. Cuando todavía hoy existen sacerdotes que se niegan a bautizar a los hijos de madres solteras o gentes, que se atreven a decirse cristianas, que miran con recelo a éstas, no puedo menos que tenerlo a él como referencia. Me fijo en San José y lo admiro por su aceptación, dedicación y cariño a un hijo que no es carne de su carne ni sangre de su sangre. Cómo no admirar junto a él a todos esos padres y madres que aceptan a los niños a quienes no han engendrado. Me fijo en San José y lo admiro por su aceptación de la voluntad de Dios y su renuncia a ser padre de una familia numerosa por amor. ¡Qué extraños y misteriosos son los designios de Dios!
            La verdad es que encuentro muy singular ese modelo, la Sagrada Familia, que la iglesia nos ofrece. No se trata, para nada, de lo que hoy algunos llaman “familia tradicional”. Al menos, a mí no me lo parece. Pero sí descubro en Ella los valores esenciales que toda familia puede y está llamada a vivir: la aceptación sin condiciones aun cuando muchas cosas no se entiendan, la entrega generosa que implica tantas renuncias, el respeto absoluto por todos y cada uno aun cuando sus objetivos no son los que uno desearía, en definitiva, el amor sin límites. Sí, una familia singular, y referente para quienes nos llamamos cristianos, y que no “pasó por el altar”, al menos en cuanto a lo que hoy entendemos por esa expresión. A mí todo este misterio, en la sociedad actual, me  invita a evitar juicios de valor sobre las distintas expresiones de amor que se puedan dar. No me atrevo más que a pedir luz al Niño Dios y a rezar por todas y cada una de las familias, las que son consideradas como tal por las mayorías, y las que no lo son y, por ello, son tachadas con no sé cuántos calificativos. Pido también por  “las familias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como «irregulares». ¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!” (Carta a las familias, n. 5, Juan Pablo II), que todas puedan sentirse abrazadas por el Amor infinito de Dios.



jueves, 27 de diciembre de 2012

Reflexión (9) El gesto de Su Santidad


“Su Santidad Benedicto XVI visita a su ex mayordomo en la cárcel del Vaticano y le comunica en persona la gracia del indulto papal”. Así se encabeza la noticia que, acto seguido, comenta alguien a quien considero un amigo. Si se tratara de un periodista de a pie y no de un mismísimo sacerdote, probablemente, no me molestaría en responder. Pero que quien escriba sea alguien que conoce mejor que yo los entresijos de esta iglesia peregrina en la tierra, me enciende. Si bien es verdad que, como él, siento gratitud por este gesto que es “testimonio maravilloso de perdón, de misericordia, de indulgencia”, no menos cierto es que, en absoluto, puedo estar de acuerdo con los elogios que le dedica a este gesto papal. Aclaro que no critico el gesto del Papa sino las palabras con las que mi amigo enaltece tal hecho.
            Comienza por compararlo con el de la parábola del Padre misericordioso y del hijo pródigo y subraya cómo el Papa, al concederle esta gracia “no se lo ha notificado mediante un decreto, porque los padres no hablan a sus hijos mediante decretos”, “no lo ha recibido en audiencia en el Palacio Apostólico, porque los padres no conceden audiencia a sus hijos” sino que “ha bajado hasta las estancias de la prisión”. Lo cierto es que con tales expresiones no puedo menos que comenzar preguntando si mi amigo entiende que el Papa es padre de todos o sólo de algunos. Si los padres no hablan a sus hijos mediante decretos, ¿es que los sacerdotes a quienes se les ha abierto un proceso no son hijos? Porque a ellos si se les habla a través de decretos. En lo de no recibir en audiencia a sus hijos, parecería que sigue una misma regla porque, efectivamente, a los sacerdotes bajo sospecha tampoco los recibe. Eso sí, tampoco los visita. De todos modos no puedo dejar de preguntarme con cierta perplejidad qué es lo que hace una cárcel en el Estado Vaticano. Pensaba que eso solamente se había dado en épocas pretéritas. Se ve que estoy muy desactualizado y que soy muy ingenuo e ignorante, por lo que no puedo menos que pedir perdón.
            Continúa mi amigo afirmando que “este no es un gesto calculado del Santo Padre”. ¡Caramba! ¿Y cómo es que hay fotografía y noticia en los medios de comunicación? Si la prisión es en el mismo Vaticano ¿no podría haber transcurrido todo en el silencio y la intimidad? Quizás no entendamos la expresión “gesto calculado” del mismo modo. De todas formas ¿qué si lo fuera? Calcular un gesto de indulgencia y perdón y hacerlo público en medio de un mundo en el que parecen sólo caber el castigo y el rencor, me parecería un buen cálculo.
            No se quedan aquí las expresiones de elogio al gesto del Santo Padre. Mi amigo todavía matiza en su artículo que “los noticieros dicen que el Papa se ha preocupado y se ha movido para que a Paolo no le falten vivienda ni trabajo. No será en el Vaticano como antes, pero será en otro lugar. Será "en casa", porque este padre no otorga un perdón frío y calculado. Su perdón es a manos llenas. No deja de querer al hijo que antes quería y que ha seguido queriendo, a pesar de su error y de su falta. Y el hijo expiará su pecado, pero con la alegría inmensa de contar con el perdón y con el amor del Papa”. ¡Está claro! Para mi amigo el papa debe ser sólo padre del mayordomo. ¿Qué sucede con todos los sacerdotes que han sido expulsados por decreto sin derecho a audiencia y sin preocuparse por si tienen o no pan para llevar a su boca? ¿Qué sucede cuando hasta se les niega una paga que, por cierto, sigue recibiendo la iglesia como aportación de los fieles o del Estado para el sustento del clero?
“La paz y la emoción contenida en la mirada de Paolo. Incluso la postura de sus manos habla por sí misma. Fácilmente en ella podríamos vernos reflejados todos nosotros, cuando en alguna ocasión de nuestra vida hayamos recibido la corrección  y el perdón de nuestro padre. ¿Acaso no se reaviva la emoción en nuestro corazón?” Ya que mi amigo pregunta, respondo: ¡no! No puede reavivarse en mi corazón una emoción que no he tenido ocasión de experimentar y, por eso, sí entiendo el gesto del Papa como un verdadero regalo de Navidad, pero no a todos sino a Paolo y, por eso también, no estoy de acuerdo en que ese encuentro sea puro Evangelio. Puro Evangelio será que ese mismo gesto lo tenga con todos sus hijos, sacerdotes o no, que se hayan alejado por sus conductas equivocadas o a los que hayan expulsado por la nada evangélica máxima de la “tolerancia cero”.
Mi amigo termina invitándonos a “leer pausadamente el Himno de la Caridad (1 Cor 13, ss.)”. Pues, ¡hala!, reléelo amigo mío y dime si tengo o no tengo razón. Y ¡sí!, ojalá haya más gestos como este que puedan universalizarse y llenar de emoción no a un solo hijo sino a todos los hijos de la iglesia que han sido despreciados por ella misma. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

Reflexión (8) Feliz Navidad


                 Hay expresiones a las que estamos tan acostumbrados que quizás pierdan su genuino significado. He tenido la enorme suerte de vivir muchas y santas Navidades. Sin embargo, he de reconocer, hubo una que marcó en mi vida un antes y un después. ¡Sí! Mi primera Navidad en la cárcel.  Creo que fue la más espantosa de mi vida. En mi diario escribí sobre aquella Noche Buena: “no quiero transcribir lo sucedido no sólo por propia vergüenza sino porque dicen que el tiempo todo lo borra y espero que cuando relea esta página ya no sepa sobre qué escribía”.
                Hoy no puedo dejar de pensar en quienes en estas entrañables fechas sufren por cualquier motivo. Reconozco que son días para muchos de enorme tristeza, de melancolía, de sentimientos encontrados. Pero precisamente por ello, no puedo dejar de escribir en mi blog unas palabras de invitación a la esperanza y felicitación. La Navidad es para mí, fundamentalmente, un canto a la Esperanza. Un tiempo en el que se nos recuerda que, como canta Laura Pausini, hay “ángeles que van, amor, bajo el cielo azul, tratando de alcanzar esa estrella que jamás se apagará, que volverá a brillar”. Un tiempo en el que se nos recuerda que en medio de las preocupaciones, de las tristezas y angustias, de las crisis, tenemos una respuesta definitiva, la del Enmanuel, la del Dios con nosotros que, lejos de ignorarnos y despreocuparse de nuestros problemas, quiere hacerse uno de los nuestros para que le ayudemos a instaurar su Reino. Es Él quien viene a nosotros, a nuestro pesebre, a nuestro corazón indigno siempre para recibirlo, porque quiere cambiarlo, transformarlo, llenarlo de su Amor. Por eso, “cómo ignorar, cómo se puede estar, indiferente así, inmóviles así… Cómo puede ser, escuchar sin conmoverse. Regalemos una cosa al mundo, un montón de amor y paz. Ya no hay razas, los colores sobran, porque el corazón lo puso el mismo, tu Dios y el mío”. (Laura Pausini).
                No puede haber navidad triste si abrimos nuestro corazón a la Esperanza y dejamos que Dios nazca en Él. Aunque tengamos problemas, aunque estemos lejos de nuestras familias, aunque en nuestra vida todo sea oscuridad, su Luz brillará si la dejamos entrar. El ejemplo de abrir el corazón a Dios lo tenemos en Santa María. “Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego se entrega toda al cumplimiento de la Voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc. 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm. 8, 21)” Es Cristo que pasa, n.173.
                Omnia vincit amor! ¡Feliz y Santa Navidad! a todos y todas los que me leéis. ¡Feliz y santa Navidad!, especialmente, a quienes sufren por cualquier causa. 


miércoles, 19 de diciembre de 2012

Reflexión (7) ¿De qué lado estás?


             Hay quienes se empeñan en clasificar a los hombres y etiquetarlos, quienes tienden a concebir la sociedad humana desde un punto de vista muy particular en el que parecen solamente existir malos y buenos, ateos y creyentes, gentes de izquierdas y  de derechas.  Es como si solamente se pudiera ver en blanco y negro, como si no existieran matices de grises ni paleta de colores.  Si uno advierte que no está de acuerdo con una ley concreta que promulga el gobierno x, parece que ya fuera porque pertenece al partido y.  Si a uno se le ocurre manifestar que el equipo de futbol A no ha jugado bien, parece que tendría que ser porque es del equipo rival B. ¿No somos demasiado maniqueos? Hay quienes se escudan, para mantener sus posturas, en aquella expresión de Jesús, “o conmigo o contra mí”, que interpretan de un modo muy singular.  
            Nunca me he identificado con el programa completo de ningún partido político. Nunca he sido un gran aficionado al futbol. Sin embargo, según qué comentario haya hecho en un momento determinado, alguno de mis interlocutores se ha atrevido a tacharme de izquierdista o derechista o a identificarme con ser aficionado de tal o cual equipo.  Curiosamente, por mucho que uno se esfuerce en tales casos en decir que es de centro o que no es del equipo de futbol con el que le acaban de identificar, no le creen. He de reconocer que, en esas cuestiones, me la trae al pairo lo que cada uno piense. Pero ¿qué sucede en otras situaciones de la vida? Todos hemos tenido amigos comunes que, por una razón u otra, en algún momento de la vida se han enfrentado entre ellos. “¿De qué lado estás?” te preguntan entonces. Aunque les expliques que los problemas entre ellos no tienen por qué afectar a nuestra relación concreta, siempre hay suspicacias, recelos, desconfianzas. Puede llegar a pasar que, al final, ambos se enfaden contigo sin tener ningún motivo concreto. Esto que parece una cuestión baladí, quizás no lo sea tanto.
            La vida, como ya sabéis quienes me conocéis y quienes seguís mi blog, me ha llevado por derroteros muy dispares, antagónicos incluso. De ser aquel “curita bueno y entregado” para unos, pasé a ser, para otros, “el frío y calculador” que debe cumplir condena. De tener una consideración social y ser visto por muchos como alguien de quien conviene ser amigo, he pasado a ser un marginado social y a ser visto como un despreciable delincuente. Nunca he dejado de ser la misma persona. Pero quienes de mí tienen o no un conocimiento o trato directo se hacen ideas muy diversas. Lo que piensen, cuando es injusto, duele. Y todavía es mayor el dolor cuando asocian lo que tú puedas ser o dejar de ser, a tu familia y seres queridos. ¿Qué culpa tendrían ellos si realmente hubiera yo actuado mal? ¿Acaso ellos lo tendrían que saber? ¿Lo hubieran querido y deseado así? ¿Tendrían que abdicar de mí y abandonarme a mi suerte?
            Asistimos en demasiadas ocasiones a linchamientos públicos de personas que han actuado mal, que han cometido crímenes horribles y deleznables. Y, con demasiada frecuencia, en esos linchamientos no se exonera a sus familias, al contrario, se carga contra ellas al no poder hacerlo directamente contra el verdugo. ¿Es realmente justo?
            Algunos amigos me han invitado desde facebook a compartir enlaces en los que se escriben cosas como “se busca a este hijo de puta por…” o “pena de muerte para el cabrón que…”. Ni los he compartido, ni los he marcado con un “me gusta”. “¿De qué lado estás?”, podrían preguntarme. Por supuesto, nunca del lado de quien delinque, ni de quien hace sufrir a los demás, ni de quien juzga a nadie sin conocerlo, por perverso que haya sido su comportamiento.  ¿Quién soy para llamar nada a nadie? ¿Quién para juzgar un hecho o a una persona que no conozco? Recuerdo que cuando el Tribunal Supremo, ante el Recurso de casación de mi causa, aumentaba la pena de 15 a 21 años, un periodista escribió algo así como que no le tembló la mano al Tribunal para aumentar la pena de aquel a quien no le tembló la mano para abusar de unos menores. ¿Cómo se puede escribir semejantes barbaridades sin ser juzgados por ello? ¡Nunca he abusado de nadie! Pero si lo hubiese hecho, ¿cómo podría saber él si me hubiera o no temblado la mano? No puedo dejar de pensar en tantos juicios que se hacen de modo temerario sobre las personas. Vuelvo a repetir una vez más que tengo miedo a los linchamientos públicos,  a los gritos de ‘¡penas íntegras!’, ‘¡que se pudran en la cárcel!’, ‘¡leyes más duras!’. Tengo miedo a los intransigentes, a los que confían ciegamente en la ‘justicia’. Tengo miedo a los que olvidan que ‘errar es de humanos’ y que todos, ¡todos!, incluidos los encarcelados, tienen derecho a cambiar.
            Me ha tocado perder trágicamente a dos buenas amigas. El asesino de una de ellas se suicidó inmediatamente después de perpetrar su crimen. El asesino de la otra, después de ocultar su cadáver, colaboró en la búsqueda con amigos y familia, como si nada tuviera que ver en ello. Finalmente fue descubierto y enviado a prisión. Por entonces también yo estaba allí. Solicitó verme y me negué. Me pudo la pasión. Advertí al jefe de servicios, quien venía a acompañarme, que si lo tuviera delante no sabría si levantaría mi mano para bendecirlo o para estrangularlo. Hoy reconozco que no actué bien, pero ¿cómo enfrentarse con quien ha segado la vida de alguien a quien has querido tanto? Es muy difícil.
Esta misma mañana recibí la llamada telefónica de la madre de quien mató a aquella chica. Hemos hablado. Está destrozada y conforme con la pena impuesta a su hijo. Sufre terriblemente por la barbaridad que él cometió. Familia de víctima y verdugo, no se hablan. A pesar de que sus hijas eran íntimas amigas, hoy entre ellos solo existe enemistad, odio, rencor. La madre de ella no podrá ver jamás a su hija. La madre de él, cada vez que vea al suyo, no podrá dejar de pensar en lo que hizo. ¿Cuál de ellas sufre más? Estoy convencido de que las dos están viviendo un auténtico calvario.   
            He convivido con asesinos, con terroristas, con narcotraficantes, con violadores, con ladrones… No me atrevería a hablar de ninguno de ellos de un modo genérico y haciendo juicios de valor. Detrás de cada apelativo que se les pone, hay una persona, una familia, una historia… Por supuesto, sé que también hay víctimas y no puedo dejar de pensar ni por un segundo en ellas. Por eso sólo puedo, desde la perspectiva de la fe, recurrir a Dios y pedirle ayuda. Ayuda para que comprendamos de qué lado hemos de estar, para que recordemos que estamos llamados a un mundo mejor, aquel en el que “el lobo y el cordero pacerán juntos, y el león, como el buey, comerá paja, y para la serpiente el polvo será su alimento. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte” (Is. 65, 25)

viernes, 14 de diciembre de 2012

Reflexión (6) Tres palabras sobre superación del dolor


           Oscar Wilde, en su conocido libro, El retrato de Dorian Gray, escribe: “puedo simpatizar con todo, menos con el sufrimiento… Es demasiado feo, demasiado horrible y angustioso.”
            El sufrimiento, el dolor, no me producen tampoco simpatía alguna. Vivimos tiempos difíciles. Nunca había visto a tantas personas en torno a un contenedor de basura. Nunca a tantos indigentes durmiendo en las calles. Nunca a tantas familias tener que renunciar a lo necesario para poder llegar a fin de mes.  Nunca a tantos sufrir de tristeza, angustia, depresión. Hay quienes ante la realidad cierran los ojos o miran hacia otro lado. Pero también los hay que procuran buscar soluciones. Unos se solidarizan con quienes sufren y les ofrecen su tiempo, alimentos, ropa o cobijo; otros denuncian indignados toda esta situación. Ambos son necesarios, seguro. Pero también es necesario que cada uno tratemos de superar las propias dificultades, el propio dolor, y que no nos dejemos derrotar por la angustia, la tristeza, la desesperación.
            He tenido que experimentar en mi vida el sufrimiento. No como espectador, sino como primer protagonista. ¿Quién no? He conocido la derrota, he llegado a la desesperación, he perdido el norte en mi vida y he dado bandazos, he buscado exasperadamente un sentido a todo lo que vivía sin poder llegar a encontrarlo, he preguntado miles de veces por qué, sin obtener nunca una respuesta. Recuerdo que, entonces, muchos me aconsejaban y algunos, incluso, trataban de adoctrinarme. Quizás con la mejor de las intenciones, olvidaban que las recetas genéricas no sirven para los sufrimientos particulares y que, mejor que recetas, es dar remedios. Por todo eso yo no me atrevo ahora a decirle a nadie qué es lo que debe hacer o cómo. Pero sí, y por eso estas letras, a expresar lo que me ayudó a superar aquel tormento. Se las dedico especialmente al amigo que hoy me telefoneó, pero también a quien pudieran servirle de ayuda.
            Cuando el dolor llega de modo inesperado y nos sorprende, apenas sabemos reaccionar. Nos puede hacer caer en un estado de completo caos físico y psíquico que nos llegue a producir temblores, sudoración, permanente sensación de angustia, ansiedad y miedo; que nos lleve a cambiar el estado de ánimo de un modo compulsivo; que nos produzca alteración del sueño, pérdida de apetito, dolor de cabeza, malestar gastrointestinal y nos haga sentir excitación ante los acontecimientos e inseguridad. ¿Qué hacer ante una situación como esta? Está claro que lo primero es dejarse ayudar por un especialista en psiquiatría, pero ¿es suficiente? Desde luego a mí, personalmente, de poco me sirvió. He de reconocer que los fármacos fueron imprescindibles. Recuerdo que me decían entonces que probablemente los tuviera que seguir tomando el resto de mis días. Poco más de dos años después dejé de hacerlo.
            Lo primero que me obsesionó ante el problema que se me vino encima fue el encontrar un motivo. ¿Por qué? No dejaba de preguntármelo. Al no encontrar respuesta, me desesperaba. Alguien me invitó, desde la perspectiva creyente, a cambiar la pregunta por un para qué. Sigo sin encontrar respuesta, sin embargo, me ayudó a perder la obsesión por el motivo y a centrarme en la finalidad que cualquier hecho tiene en nuestras vidas. Es cierto, sí, que ninguna de las preguntas tiene respuesta hoy. Pero como la que se refiere al motivo es pasado, no tiene solución. ¿Para qué perder el tiempo en ella? La que se refiere a la finalidad se abre al futuro y, con él, a la esperanza. Creo que ante un problema es necesario buscar perspectivas y no encerrarse en él.
            En segundo lugar, si el problema tiene la suficiente entidad como para habernos destrozado la vida haciéndonos caer tan bajo que ya no haya nada más allá, ¿qué nos toca? Yo he pensado que sólo una cosa: comenzar a andar. Sí, si estamos en el escalón más bajo sólo nos queda comenzar a subir al siguiente. ¡Cuesta! Se siente la tentación de permanecer caído, de esperar a que alguien nos venga a levantar. Es necesario sacar fuerza y echar a andar. No tenemos ya nada que perder, pues lo hemos perdido todo. Vale la pena arriesgarse y luchar por salir adelante. Aquí es importante que, además de la propia voluntad, contemos con la ayuda de los demás. Siempre se hace más llevadero el camino si alguien te acompaña o, simplemente, te alienta.
            Por último, subrayaría que a la hora de afrontar un problema es importante buscar la armonía con uno mismo. Recuerdo de nuevo a Oscar Wilde cuando afirma que “la discordia es verse forzado a estar en armonía con los demás. La propia vida, eso es lo importante.” Puede parecer egoísta o, incluso, poco cristiano. Sin embargo, es el primer precepto cristiano el que dice que “amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.  Si no te amas a ti mismo ¿puedes amar de verdad al prójimo? Es ésta una pregunta  en la que nunca me había detenido hasta que tuve un serio problema. Siempre me había quedado en lo de amar a Dios y al prójimo. Pues bien, también el amor a uno mismo parece que es condición indispensable para un amor sano y saludable por el prójimo. Y el saber que uno tiene su conciencia limpia, o que si ha cometido un error puede reconocerlo, pedir perdón y tratar de subsanar el daño, deben ayudarnos a estar en armonía con nosotros mismos.
            No sé si estas vivencias pueden ayudar o no. Quizás a alguno le parezca espiritualista esta visión. Nuevamente recurro al libro citado de Wilde para recordar, con sus mismas palabras, que “espiritualizar la época en que se vive es una tarea digna… Si …es capaz de dar un alma a aquellos que han vivido sin ella, si puede crear un sentido de belleza en aquellos cuyas vidas han sido sórdidas y feas, si puede sacarles de su egoísmo y hacerles llorar por penas que no son suyas”.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Reflexión (5) Algunas palabras sobre amistad


       Reflexionar hoy sobre la amistad me lo sugieren las siguientes palabras de un comentario anónimo que me hacen en el blog: “Y en el Huerto de los Olivos también el Señor vio todo lo que le venía encima y sudó sangre…y sus amigos se durmieron”.
            Qué es la amistad, qué tiene, para que tanta importancia le demos en nuestra propia vida y a lo largo de la historia. De ella se ha dicho que es  “la única pasión sin un resabio de peste”, “una obra maestra a dúo”, la que “sabe de placeres que nunca podrán gozar las almas mediocres”, “lo mejor que hay en el mundo”, “un amor que no se comunica por los sentidos”, “el más perfecto de los sentimientos del hombre, pues es el más libre, el más puro y el más profundo”.
            En realidad, los hombres necesitamos de la amistad para realizarnos como personas. Una amistad que, si es auténtica, se fundamentará en la confianza mutua, que se consigue hablando y escuchando, comprendiendo y actuando con sinceridad; que se basará en la lealtad, el servicio, la generosidad y la entrega. Por eso el mismo Maquiavelo afirmaba que “cuando uno ha sido buen amigo, encuentra buenas amistades aun a pesar suyo”.
            Al escribir sobre este tema son muchas las personas, con nombre y apellidos, con rostro, que vienen a mi cabeza. No puede ser de otro modo en alguien cuya vida ha estado ligada de manera tan singular a una misión en la que el Amor a Dios ha de traducirse necesariamente en el Amor al prójimo. Sí, han sido muchas las personas a las que he tratado y a las que he querido como auténticos amigos.
El Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, en el n. 28, recuerda: “la capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del ministerio; las amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren necesitados de comprensión, ayuda y apoyo”. He de reconocer, con tristeza, que la frialdad y el distanciamiento marcan demasiadas veces las relaciones entre sacerdotes. No sé si es más culpa de la formación recibida o del ambiente que nos rodea, además de la propia responsabilidad personal. Quizás las demasiadas ocupaciones y el tener que recorrer tantos kilómetros a diario hacen que se descuide esta virtud de la madura y profunda amistad. Cierto es también que con algunos sí se llega a ella. Tengo a gala el poder vanagloriarme de haberme sentido verdaderamente acompañado y querido por ellos.
Cuando la vida te da un golpe fuerte e inesperado, es cierto que la fe ayuda a verlo de un modo distinto pero, como no somos ángeles, sino seres humanos de carne y hueso, sentimos la necesidad de vernos acompañados por nuestros amigos. Recuerdo cuánto ánimo recibí al comprobar que, después de un día entero en los calabozos y el juzgado, había amigos esperándome. Los hubo también en los días, meses e, incluso, años sucesivos. Quienes habían comenzado siendo feligreses, alumnos o compañeros de instituto, acabaron convirtiéndose en auténticos amigos.
Dejadme que os cuente algo que dejó una profunda huella al inicio de mi personal odisea. Alguien con quien me había enfrentado, quizás por cuestiones de perspectivas ideológicas o pedagógicas, con quien hablaba lo indispensable desde hacía dos años, se presenta de improviso en mi domicilio familiar para manifestarme su apoyo absoluto y hacerlo extensible a mi familia. Se trata de una persona de ideología distinta y que ni siquiera es creyente. Sin embargo, ¡ahí está! Hoy, cuando han pasado más de once años de aquello, suscribo con abatimiento que jamás se ha producido una visita similar por parte de un superior eclesiástico. Sí, ha estado a mi lado atenta y solidariamente, pero no ha sido capaz de romper esa barrera que lo llevara a manifestar su cariño a mi familia. Muchas veces, quienes nos parecen más cercanos por afinidad de criterios y misión, son los más lejanos en afecto y compañía. ¡Cuánto he echado de menos a algunos de los que tantas veces se sentaron a comer a mi mesa! ¡Cuánto a quienes fueron recibidos en casa de mis padres como hijos suyos! No hubo una visita, un escrito, una llamada. Quizás a quienes son como ellos se refería Eugeni D’Ors al escribir que  “la más grande limitación de la gente hispana estriba en algo vergonzoso, en algo que es, por definición, un vicio de esclavo: en la incapacidad específica para el ejercicio de la amistad”.
El filósofo Francis Bacon decía: “vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer”. Permítaseme preguntar ¿dónde están ahora, ¡ahora!, muchos de esos “viejos amigos”? Inevitablemente surge en mí aquel pensamiento: “¿Queréis contar a vuestros amigos? Caed en el infortunio”. Comprendo ahora que “la amistad que no exige nada ni se queja nunca es casi siempre una amistad débil”. Comprendo ahora que no siempre lo que uno pretende es lo que deduce el otro. Comprendo ahora que hay quienes confunden al amigo con el colega, compañero o camarada. Hay, incluso, quien sólo es amigo de sí mismo y aparenta serlo tuyo para obtener lo que busca.
Pero me gustaría acabar en tono positivo, teniendo en cuenta lo que indicaba un pintor francés, que “la vida es un mal, pero el amor y la amistad son potentes anestésicos”. Por ello, seguramente, el mismo Catón llega a recomendar: “desata, pero no rompas, los lazos de la amistad sospechosa”. Ojalá que tengamos la ocasión de apreciar que “amigos son aquellos extraños seres que nos preguntan cómo estamos y se esperan a oír la contestación”, que “son los que en las prosperidades acuden al ser llamados y en las adversidades sin serlo”. Quiero dar las gracias a los amigos, aunque algunos se hayan quedado dormidos. ¡Qué alegría supone para mí verlos despertar! A la vez, no puedo dejar de pedirles perdón a aquellos a los que quiero y no se lo demuestro como debo, por ser yo el dormido. Y, por último, a quienes han dejado de serlo, recordarles que, como San Jerónimo advierte, “la amistad que puede concluir nunca fue verdadera” así que, suerte en la vida y mi sincero deseo de que no encuentren en ella lo que siembran. 

martes, 11 de diciembre de 2012

Reflexión (4) A Ti, Madre Inmaculada, ¡gracias!


“De verdad, que hoy día de la Inmaculada, ¿no vas a dedicarle nada en tu blog?”. Es el email que a las quince treinta y una horas recibo en mi móvil el pasado ocho de diciembre de dos mil doce. No respondo. No es que no quiera escribir nada en mi blog. Es que estoy sintiendo que es Ella la que está escribiendo en mi corazón estos días. Un sacerdote, superior religioso y fundador, aunque esto último no le gusta nada que se lo recuerde, me ha invitado a pasar estos días, del seis al nueve de diciembre, junto a él. ¡Qué agradecimiento siento por las jornadas que me ha regalado! No puedo menos que agradecerle desde aquí su cariño y generosidad, su falta de temor a que lo vean junto a un proscrito y su ardiente deseo de hacerme palpar el Amor Misericordioso de Dios y de su Madre la Virgen.
Nuestro viaje comienza en Galicia, en un pequeño pueblo entre Pontevedra y Santiago de Compostela donde se encuentra una comunidad religiosa, un cenáculo en el que tres hermanas viven, oran y trabajan bajo la presencia materna de la Santísima Virgen María. Después de compartir mesa con ellas, quienes te hacen sentir desde el primer momento como miembro pleno de su familia, salimos hacia Toledo, donde se encuentra la comunidad de sacerdotes y hermanos, cuyo fin es la santificación de sus miembros por la búsqueda de Dios, siguiendo a Cristo Sacerdote e imitando las virtudes de la Virgen María. También allí son capaces de hacerle sentir a uno, no como un forastero o visitante, sino como uno más de su linaje. ¡Qué enorme satisfacción y alegría encontrarse con personas jóvenes tan entregadas, maduras, aplomadas, seguras, llenas de ese Amor de Dios del que no es necesario hablar porque lo llevan escrito en sus ojos! Sí, no es posible transcribir en palabras lo que se siente al encontrarse con personas enamoradas que te contagian, como sin querer, su entusiasmo y alegría, su verdadero Amor a Dios y a la Virgen, que los lleva al testimonio radical de una entrega absoluta. Si bien es verdad que lo primero que llama la atención es su hábito, que podría parecer anacrónico en los tiempos en los que vivimos, no menos cierto es que, enseguida, se descubre que son hombres y mujeres de hoy, del siglo veintiuno, y que su trato y conversación, lejos de remilgos y artificialidades, te ayudan a fraternizar desde que los acabas de conocer. Por eso no sólo nadie escapa de ellos cuando van por la calle sino que, al contrario, los saludan con afecto y se acercan.
Siempre había oído hablar de la Misa que los sacerdotes celebraban antes del Concilio Vaticano II en latín y “de espaldas al pueblo”. Nunca he asistido a ninguna. Tengo la ocasión, sin embargo, de participar en la que llaman Misa Tradicional, en latín, y en la que el sacerdote, al frente del pueblo y cara al Señor, renueva el Sacrificio de Cristo en la Cruz como oblación al Padre. El rito propio es el uso extraordinario del Rito Romano, tal como expresa en el artículo 3 del Motu Proprio Summorum Pontificum el Papa Benedicto XVI. Quieren subrayar especialmente la contemplación del Misterio de la Cruz como medio que haga posible identificarse con Cristo entregado. En su carisma está también la confianza filial en María, en el amor expresado en la vivencia de la esclavitud mariana conforme a la doctrina de San Luis María Grignion de Montfort y los ejemplos del beato Juan Pablo II: Totus tuus Maria ego sum. ¡Qué distinta se percibe la participación! Se subraya extraordinariamente en este Rito el carácter mediador del sacerdote, elegido por Dios, merced a su gracia y no a sus méritos, entre el pueblo y Dios.  Un Rito en el que la celebración de la Misa transcurre de modo pausado invitando a levantar el corazón a Dios y a unirse, con el sacerdote, a la participación en el Sacrificio Redentor de Cristo.
He tenido ocasión de comprobar cómo en estas comunidades de hermanas y hermanos se refleja lo que el Papa Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de Nochebuena de 2009, decía: “…si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una máxima de la Regla de San Benito, reza: “No anteponer nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)”. Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada persona”.
¡Sí! He tenido el privilegio de convivir con el padre (fundador) de estas comunidades. Imaginad cómo puede ser si sus hijos e hijas son así. Dejadme que os diga que aunque conozco a muchos sacerdotes, éste es el segundo al que he visto llorar por sus hijos, como lo hacen un padre o madre de familia. ¡Cuánto amor! Un hombre capaz de, en plena Puerta del Sol o Gran Vía madrileña, abarrotadas de gentes, hacerte sentir único mientras te habla del Amor de Dios y que parezca que paseas por los claustros de un convento. Hacía muchos años que nadie me regalaba unos días tan extraordinarios. Y aunque fundador, respetuoso con los demás carismas, con los diversos caminos que pueblan el mapa de la iglesia para acercar a los hombres a Dios. Me llevó a visitar, en El Escorial, el lugar donde dicen que se apareció la Santísima Virgen, Prado nuevo. Allí me impresionó ver a tantas personas rezando el rosario, al descampado, en una tarde tan fría y, en especial, a los jóvenes que lo hacían arrodillados en tierra. También acudimos al Santuario de Schoenstatt, en Pozuelo de Alarcón. El Padre Fundador de la Obra Internacional de Schoenstatt, el Siervo de Dios José Kentenich, fue hecho prisionero en Koblenza, y enviado al campo de concentración de Dachau, ya que obstaculizaba la labor de la propaganda nazi en los círculos católicos y en la región de Vallendar. Más tarde sería una medida disciplinaria de la iglesia la que lo apartaría de su propia Fundación a un exilio prolongado de 14 años en los Estados Unidos. Os invito, desde aquí, a que visitéis el Santuario en cuanto tengáis ocasión.
Y perdonadme, ahora, por lo que os refiero a continuación, algo muy íntimo y personal. Quiere ser mi pequeño granito de arena en honor de la Inmaculada en mi blog. Quiere ser una reafirmación explícita y pública de mi fe en su actuar en nuestros días. Debajo de la pequeña capilla del Santuario de Schoenstatt hay una cripta. Allí me condujo mi acompañante en la visita. Un pequeño cofre de madera contiene muchas tarjetas, cada una con un mensaje escrito en ella. Me invitó a coger una advirtiéndome que sería el mensaje de la Virgen para mí. Era éste: “El Padre celestial no puede resistirse ante la debilidad conocida y reconocida de su hijo…”. Subimos a la capilla a rezar ante la imagen de la Virgen. Tengo que reconocer que me costó contener las lágrimas ante lo que presentí una mirada maternal, una mirada de Madre que adora a sus hijos, que le recuerda que Ella nunca los abandona a su suerte aunque todos lo hagan. ¡Sí! Ante Ella cualquiera sigue sintiéndose hijo de Dios y de la iglesia. ¡Gracias por esta moción especial en este momento de dolor! ¡Gracias a quien ha hecho posible este acercamiento tan especial! Y gracias a quienes al leer esta página en mi blog seáis capaces de suplir lo que mis pobres palabras no son capaces de explicar.


lunes, 3 de diciembre de 2012

Diario (41) Prisión comunicada y sin fianza


Como cabía esperar, toda una nueva oleada de crónicas periodísticas se desata a raíz de conocerse la Sentencia condenatoria: La Audiencia condena al cura a 15 años de cárcel, Un pueblo dividido  por el cura, El Obispado descarta adoptar medidas contra el cura, Manifestación a favor del cura, Vecinos muestran su apoyo al cura, La acusación solicitará que el cura ingrese en la cárcel…
No deja de llamar mi atención que a pesar de esta Sentencia de condena, los pueblos donde desarrollé mi labor pastoral y donde me han denunciado, salgan a la calle para demandar justicia e increpar mi inocencia.  No ha sido sólo a mí a quien ha sorprendido esta resolución condenatoria. Quienes nos conocen, a acusado y denunciantes, no dan crédito a semejante dictamen.
Mi confianza en el aparato judicial comienza a resquebrajarse. Como algún medio de comunicación recoge estos días, manifiesto que sólo han hecho caso a las acusaciones de los denunciantes.  No han sido, en absoluto, contrastadas, no se han tenido en cuenta los perfiles de personalidad de esos muchachos, no han servido los muchos testimonios que, al menos, ponían en cuestión e, incluso, contradecían los hechos que la Sentencia da como probados. Es tal la confusión que ni la misma Sentencia es capaz de concretar una sola fecha de los supuestos abusos y, cuando lo hace, ni siquiera atina en ellas. Es curioso, por ejemplo, que diga que “en el mes de febrero, después de cenar en el restaurante…”  o “durante el viaje realizado en el mes de marzo a Portugal”, cuando los meses de febrero, desde hace muchos años, ese restaurante cierra por vacaciones y, en marzo, no hemos realizado ningún viaje a Portugal.
Como Julio César, que según Suetonio, al cruzar el río Rubicón, límite entre Italia y la Galia Cisalpina, se rebelaba contra la autoridad del Senado y daba así comienzo a la larga guerra civil contra Pompeyo y los Optimales, pronunciando su famosa expresión “alea jacta est”; así también comienza ahora mi guerra personal contra lo que se ha dado en llamar justicia. No me queda otra alternativa que seguir en la lucha y recurrir esta Sentencia ante una instancia superior, el Tribunal Supremo.
Como la Sentencia de la Audiencia provincial no es firme, mi abogado confía en que me permitan seguir en libertad provisional bajo fianza. Al fin y al cabo, se ha demostrado de forma fehaciente que ni he huido ni he obstaculizado la labor de investigación de la justicia. Sin embargo, el veinte de marzo de dos mil tres, cuando se nos cita para comparecer en sede judicial, a pesar de la oposición de mi abogado y la misma resistencia de mi familia a que lo haga, llevo en el maletero del coche de mi letrado la bolsa de viaje preparada por si decretan mi inmediato ingreso en prisión.  Aunque la decisión ya debería estar tomada a las 10 de la mañana, hora para la que me han citado, serán más de dos horas las que hemos de esperar a oírla. Parece ser, por lo que tuve ocasión de saber más tarde, que Ponente y Presidente de Sala no acababan de llegar a un acuerdo. Al fin, como temía, se decreta mi prisión comunicada y sin fianza. Se me permitirá, eso sí, acudir a la cárcel por mis propios medios y únicamente custodiado por dos agentes judiciales de paisano. No me esposan y limitan su labor a seguirnos en su automóvil desde los juzgados a la prisión de A Lama. En esta ocasión me acompañan mis padres, una de mis compañeras de Instituto, un compañero de curso, sacerdote, y el abogado. Por cierto que a éste, seguramente con la mejor de las intenciones para tranquilizar a mi familia, se le ocurrió hacer un comentario muy desafortunado: “doce años pasan pronto”.  

sábado, 1 de diciembre de 2012

Reflexión (3) La iglesia ¿madre?


¡Fórmanos sacerdotes a tu imagen! ¡Sacerdotes que recen y trabajen para alumbrar al mundo con tu Luz! No, el sacerdocio no es un trabajo, un oficio  a desarrollar con mayor o menor eficacia a cambio de un salario. El sacerdocio es una vocación, una llamada de Cristo a parecerse a Él, a identificarse con Él, a colaborar con Él para llevar a los hombres su Mensaje, su Amor, su Paz, su Luz. No somos sólo transmisores de su Palabra. Debemos reflejar en nuestra vida, con el ejemplo, aquello que predicamos. La conversión a la que llamamos debe realizarse en nuestra propia vida sin perder de vista que todos somos llamados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Pero no somos perfectos, somos invitados a luchar para serlo. Porque somos pecadores, porque tenemos defectos, porque somos hombres, porque nuestra debilidad se hace patente en nuestras vidas, hemos de luchar día a día por mejorar para poder identificarnos con Cristo. Esta identificación no será nunca plena aquí en la tierra. No somos, ni creo que podamos pretender ser, inmaculados. Y es nuestra propia debilidad y nuestra propia lucha la que ha de llevarnos a ser misericordiosos con los demás y a poder decirles que no es imposible alcanzar lo que Él nos pide. Desde el reconocimiento humilde de nuestras propias debilidades comprendemos mejor las debilidades de nuestros hermanos.
            Sin duda he hecho daño a muchas personas. ¡Sí!, de pensamiento, palabra, obra y omisión, confieso públicamente, como lo hacemos cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, que soy débil, soy pecador, pero no soy un delincuente. Mi vida está plagada de pecados de debilidad, no de maldad. Me he equivocado muchas veces, demasiadas. ¿Es esto motivo para que un sacerdote se vea privado de ejercer el ministerio al que ha sido llamado?
            Al pensar en mi situación personal no puedo obviar la de tantos que, como yo, se hayan podido ver inmersos en algo semejante. He tenido, tengo, la suerte de no haberme visto solo en ninguna de las etapas que he tenido que recorrer. No sólo he contado con la ayuda de Dios sino con la de mi familia, la de sacerdotes y superiores, la de muchos amigos, la de quienes fueron mis feligreses e, incluso, la de personas a las que nunca he tratado personalmente y que ante mi caso, conocido por la prensa o por alguien que les habló de él, se pusieron en contacto conmigo para transmitirme ánimo y esperanza o salieron a la calle para reclamar una solución justa. Aún así, el dolor, la ansiedad, la angustia no han dejado de hacer mella en mí y ya no sólo en el ámbito físico sino también y, fundamentalmente, en el psicológico, anímico y espiritual.
            Me alarman los casos, de los que apenas se habla en prensa, de sacerdotes, diáconos, obispos, religiosos que, ante una situación semejante, han sucumbido a la desesperación. Muy especialmente aquellos en los que, después de un desenlace fatal, quien los había denunciado hizo público su arrepentimiento por haber mentido.
            Sé que ha habido casos execrables de verdaderos abusos por parte de sacerdotes. No puedo obviarlo tampoco. No puedo describir todo lo que pasó por mi pensamiento y lo que sintió mi alma al leer en una carta de un sacerdote que me escribió a prisión que no era yo, sino él, quien debiera pagar por delitos de esa índole en la cárcel. Aquel día hice un propósito firme: ofrecer mi propio dolor por ese sacerdote y sus víctimas y pedirle a Dios por ellos.
            ¿Cuál ha de ser la respuesta de la iglesia a todas estas situaciones? Es evidente que ha de esforzarse en la lucha por la justicia. Pero, ¿no está dejándose llevar por la premura, no está imitando la respuesta de sistemas jurídicos que son claramente insuficientes e injustos en sus acciones? ¿No está yendo mucho más allá en sus resoluciones que las mismas legislaciones civiles? ¿No deben ser alumbradas por el mensaje y actuación de Cristo las normativas y legislaciones de la iglesia? ¿No ha de esforzarse a toda costa por evitar tales situaciones además de juzgar con rectitud las que ya son inevitables? 
            No puedo dejar de preguntarme cómo es posible que, si un sacerdote o un religioso han permanecido al menos durante sus años de adolescencia y juventud en un seminario o noviciado, no se hayan podido detectar los posibles problemas de desestructuración de la personalidad que lo puedan llevar a cometer delitos tan deleznables. ¿Es la educación en esos centros una educación integral que abarca todos los aspectos de la personalidad, incluido el aspecto de madurez sexual, teniendo en cuenta que se trata de candidatos a una opción de vida celibataria? ¿Está basada esa educación en los principios científicos de la personalidad con una visión actualizada?  ¿Sigue siendo la sexualidad un tema tabú del que solamente se habla en confesión o al que se refieren desde una visión espiritualista trasnochada? ¿Es la solución a los posibles abusos sexuales la estigmatización de una determinada condición sexual? El ser heterosexual o gay ¿implica o no una predisposición a cometer delitos? Si un sacerdote o religioso optan por el celibato y la castidad, ¿qué importancia ha de tener su condición o tendencia sexual? ¿Se ayuda a los candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada a alcanzar una madurez afectiva real?
            La iglesia se define como madre. ¿Es maternal el trato a todos sus hijos velando por su bien? Me cuesta imaginar a una madre que no se preocupe por la integral formación y educación de su hijo en vistas a su crecimiento y desarrollo. Me cuesta todavía más imaginarla despreciando al hijo enfermo o equivocado aun cuando comete un error grave. ¿Es de buena madre el echar fuera a sus hijos, por malos que éstos sean, y dejarlos a su suerte?
Han sido más de cinco años de confinamiento en prisión. Allí, como en parte he relatado a lo largo de mi diario, no fueron pocos los que acudieron a este sacerdote condenado para desahogar sus angustias, solicitar consejo, pedir confesión, participar de la celebración de la Santa Misa que yo mismo celebraba. Podían acudir al capellán de prisiones que diariamente venía al Centro Penitenciario. Pero no, muchos acudían al sacerdote condenado y preso. Me recordaban a aquel buen ladrón del que habla el Evangelio. No descubrió a Dios encarnado en el mensaje de Jesucristo o en sus milagros. Fue capaz de descubrirlo en el patíbulo de la cruz, en el fracaso de una condena, en la debilidad y en el escarnio de quien, como él, colgaba de un madero. Ante lo que cualquiera hubiera considerado un escándalo, acercarse a Dios a través de quien es condenado por blasfemia, aquel buen ladrón descubre el camino para llegar a Dios y salvarse. ¿Acaso no es semejante la actitud de esos presos que son capaces de ver en un sacerdote condenado la mediación para acercarse a Dios? ¿Quiénes somos para poner límites a la acción de Dios? ¿No hay más fe en esos presos que en algún monseñor o purpurado eclesiástico?
La Institución Penitenciaria que se ocupó de mi custodia y vigilancia no me impidió celebrar la Santa Misa, predicar o confesar. Sabía que los internos, y algunos funcionarios, participaban en ella. Incluso se me permitió formar con un grupo de internos un pequeño coro. Dejaron que durante nueve meses me ocupara como interno de apoyo en la enfermería del Centro de los compañeros enfermos. Una ocasión para mí de poner en práctica el espíritu de las Bienaventuranzas y de vivir radicalmente el encuentro con Cristo en el marginado y enfermo. Me confiaron después el encargo de llevar la biblioteca central y de colaborar en la edición de la Revista del Centro. Por último, incluso, me solicitaron ser el coordinador en el módulo de convivencia en el que estaba confinado. Una experiencia pionera por la que apostó la Dirección Penitenciaria para que fueran posibles los módulos de autogestión por parte de los presos. Cada mañana, durante más de un año, era mi labor dirigirme a mis más de cien compañeros para coordinar las actividades de la jornada y atender a sus solicitudes, sugerencias, demandas.
Permítaseme un ejemplo muy gráfico. En nuestra sociedad, hoy, se nos reclama que seleccionemos hasta los residuos. No toda la basura es para tirar y quemar. Alguna se recicla. Un Estado de Derecho que condena a un ciudadano no sólo lo castiga, busca su rehabilitación y reinserción y le permite, pasado el periodo de inhabilitación, volver a ejercer su profesión. ¿Es la iglesia la única institución que, llamándose madre, no es capaz de rehabilitar y reinsertar a sus propios hijos? ¿Ni siquiera puede reciclarlos? ¡Menos mal que mi madre nunca ha entendido así su maternidad!
Para concluir me gustaría resaltar que si bien es cierto que el Beato Juan Pablo II dijo a los Obispos de USA (24-IV-02) que "no hay lugar entre el clero y los religiosos para quienes dañan a los jóvenes", no menos cierto es que continuó afirmando: "Vosotros estáis trabajando ahora para establecer criterios más fidedignos para asegurar que este tipo de errores no se repitan. Al mismo tiempo, incluso reconociendo el carácter indispensable de estos criterios, no podemos olvidar el poder de la conversión cristiana, esta decisión radical de abandonar el pecado y de regresar a Dios, que alcanza las profundidades del alma de una persona y que puede producir un cambio extraordinario"

Reflexión (2) La búsqueda de la verdad en casos de abuso sexual: Un deber moral y jurídico


En la Pontificia Universidad Gregoriana se ha celebrado un Simposio internacional, “Hacia la curación y la renovación”. Monseñor Charles Scicluna, Promotor de Justicia del Estado de la Ciudad del Vaticano, intervino con una exposición: “La búsqueda de la verdad en casos de abuso sexual: Un deber moral y jurídico”.
Traigo aquí algunas de sus afirmaciones para plantearme las cuestiones que, en una primera lectura, me surgen ante ellas. Vaya por delante mi absoluto acuerdo en que es necesaria la búsqueda de la verdad en tema tan delicado y trágico como el de los abusos sexuales.
Sobre cómo se lleva a cabo esa búsqueda sincera de la verdad y la justicia, dice que es necesario subrayar “la necesidad de analizar los hechos con espíritu imparcial en todos los casos”. Es “la labor que se atribuye al delegado en una investigación previa y ha de constituir la base de toda sentencia, de toda decisión, en todos los casos”. Y continúa afirmando que “el Derecho Canónico ha desarrollado normas específicas para investigar el delito, para oír a la víctima y a los testigos, para la confrontación con el acusado, garantizando al menos un mínimo de lo que en jerga jurídica se conoce como “contradictorium” (cada parte tiene la posibilidad de defender sus argumentos y responder ante los de la parte contraria). El Derecho Canónico también protege el derecho del acusado a defenderse, a conocer los motivos subyacentes a la decisión, y a la revisión de una decisión que le afecte. La víctima no sólo tiene derecho a presentar su acusación, sino que también puede presentarse como parte perjudicada (pars laesa) en un proceso penal judicial.”
Habla después de la justicia como participación en la verdad y remite a los expertos en psicología como mejor preparados para explicar cómo y por qué el autor desarrolla mecanismos de defensa como negación, sublimación, minimización o proyección y la imperiosa necesidad que siente la víctima de que su voz se escuche con atención, de que su testimonio sea comprendido y creído, de ser tratada con dignidad. Nos recuerda que “reconocer y admitir la verdad completa, con todas sus dolorosas repercusiones y consecuencias, es el punto de partida para una curación auténtica, tanto de la víctima como del autor de los abusos”.
No puedo menos que afirmar mi absoluto acuerdo en todo lo hasta ahora citado. Sólo matizo que, incluso con el riguroso respeto a las normas procesales, podría darse el error. Personalmente, creo, la normativa legal debe entenderse como lo que es, una ayuda en la búsqueda de la verdad, pero no el método infalible para su encuentro. Y una sentencia, por tanto, tampoco puede convertirse en un dogma. ¡Cuántas al ser revisadas han sido declaradas erróneas o nulas por una Instancia superior! ¿Existen distintas instancias que revisen esas sentencias en los órganos judiciales eclesiásticos? ¿Cuáles son los criterios que se tienen en cuenta por parte de quienes llevan a cabo una investigación de esta índole y cómo los aplican? Por ejemplo, ¿cómo puede defenderse un sacerdote si quien le acusa se ha confesado a él? ¿Acaso podría revelar el secreto?
 Monseñor Scicluna continúa diciendo que “enemigos de la verdad son la negación deliberada de hechos conocidos y la preocupación fuera de lugar por dar absoluta prioridad al buen nombre de la institución en detrimento de la legítima revelación de un delito”. A mí se me ocurre preguntar si se tiene en cuenta el que pueda darse esa misma preocupación fuera de lugar por la absoluta prioridad del buen nombre de la institución en detrimento del sacerdote falsamente acusado. ¿Acaso no puede existir una supuesta víctima de abusos que persigue fines ocultos como la venganza u otro interés particular, incluso económico? Los datos sobre estos hechos son también patentes. ¿Garantiza el proceso judicial que puedan no llegar a conocerse esos motivos ocultos? ¿Lo tiene en cuenta la normativa de la iglesia?
Fue el propio Beato Juan Pablo II quien promulgó el Motu Proprio Sacramentorum sanctitatis, el 30 de abril de 2001. Se trataba de una ley especial, en virtud de la cual los abusos sexuales de menores de 18 años cometidos por clérigos quedaban incluidos en la lista de delito más graves (delicta graviora) reservada a la Congregación para la Doctrina de la Fe. “En el 2003, el entonces Prefecto de la CDF, el Cardenal Ratzinger, obtuvo de Juan Pablo II la concesión de algunas prerrogativas especiales para ofrecer mayor flexibilidad en los procedimientos penales para los delicta graviora, entre las cuales, la aplicación del proceso penal administrativo y la petición de la dimisión del estado clerical ex officio en los casos más graves. Estas prerrogativas fueron integradas en la revisión del motu proprio aprobada por el Santo Padre Benedicto XVI el 21 de mayo de 2010”.
Las cuestiones antes planteadas generan mayor angustia al hablar de prerrogativas especiales para la flexibilidad en los procedimientos, sobre todo, con la petición de la dimisión del estado clerical ex officio en los casos más graves. ¿Qué se entiende por casos más graves? ¿Los que son publicados en los medios de prensa? ¿Los de quienes han sido juzgados por tribunales civiles sin que se sepa qué normativa legal o criterios y con qué rigor se han seguido en ellos? La dimisión clerical ex officio ¿cómo  concuerda con la afirmación del Santo Padre de que “para hacer justicia no basta con que el culpable sea castigado” y que “hay que hacer todo lo necesario para corregir y mejorar al hombre” porque “cuando no sucede, la justicia no se aplica en sentido integral"? ¿Es que la iglesia exige y aplica una justicia para los fieles no consagrados y ordenados y otra para los sacerdotes y religiosos?
“En virtud de esta ley especial, los Obispos o Superiores religiosos que reciban una acusación verosímil de abuso sexual de un menor cometido por un clérigo, habrán de llevar a cabo una investigación e informar a la Congregación para la Doctrina de la Fe. La ley fue enmendada en 2010 de forma que los Obispos o Superiores están autorizados a imponer restricciones al ejercicio del ministerio por parte del acusado desde las fases iniciales del procedimiento. La praxis de la Congregación dispone que se escuche al acusado antes de trasladar el caso a Roma. Se le ha de indicar la existencia de distintas opciones en relación con el procedimiento. De hecho, la Congregación puede decantarse por incoar un proceso penal judicial o un proceso penal administrativo. En casos muy graves, se insta al propio acusado a que solicite volver al estado laical por decreto del Santo Padre. En casos en los que el acusado haya sido declarado culpable por un tribunal civil, la Congregación puede llevar el caso directamente al Santo Padre para que promulgue la expulsión del estado clerical ex offici”.
            ¿Qué credibilidad se da a los informes de los Obispos o Superiores religiosos que han abierto una investigación? ¿Qué suponen las restricciones al ejercicio del ministerio del acusado? ¿Cuánto tarda la Congregación de la Doctrina de la Fe y el encargado de investigar un asunto así en dar respuesta? ¿Qué significado tiene escuchar a un acusado de un delito jamás cometido? ¿Qué repercusiones psicológicas, espirituales, físicas tiene para el acusado este tipo de medidas?
Monseñor Scicluna continúa diciendo que “los fieles han de tener la convicción de que la sociedad eclesiástica respeta la ley. De hecho, la ley puede ser meridianamente clara. Pero no basta para aportar paz y orden a la comunidad. Nuestro pueblo ha de saber que la ley se aplica”.
Estoy convencido de que la paz y el orden han de provenir de la aplicación de la ley siempre que ésta sea justa y veraz y que se administre con las garantías debidas. Las normativas que buscan la flexibilidad de los procedimientos o la rápida respuesta que ayude a acallar las voces discordantes, especialmente si se proclaman desde los medios de comunicación, me asustan y me hacen recelar de su auténtico fin. ¿Qué le importa a nuestro pueblo? ¿El respeto a la ley o el respeto a la verdad y a Dios? Me asusta que pueda identificarse una ley, normativa o proceso humanos, por muy eclesiásticos que éstos sean, con la voluntad de Dios. ¿No está la misma historia de la iglesia plagada de ejemplos de disposiciones legales que, persiguiendo el bien, se convirtieron en persecuciones y ejecuciones injustas e inhumanas por las que ha tenido que pedir perdón siglos más tarde?
 El Promotor de Justicia reconoce que “la verdad, sin embargo, no es siempre fácil; su afirmación resulta, a veces, demasiado exigente. Ello no quita que dicha verdad deba ser siempre respetada en la comunicación y en las relaciones entre los hombres. Otro tanto sucede con la justicia y con la ley; también éstas no siempre se presentan fáciles. La misión del legislador –universal o local– no es cómoda. Dado que la ley debe contemplar el bien común –“omnis lex ad bonum commune ordinatur” (toda la ley se ordena al bien común) (IIIae, q. 90, art. 2) – es perfectamente comprensible que el legislador pida, en caso necesario, sacrificios incluso gravosos a las personas. Éstas, por su parte, corresponderán a dicha exigencia con la adhesión libre y generosa de quien sabe reconocer, junto a los propios derechos, también los derechos de los demás”.  Y esto ¿significa que el sacerdote acusado por un delito no cometido deba aceptar su dimisión? Es verdad que el sacerdote ha de ser corredentor con Cristo pero ¿implica la comprensión con un legislador que le exija la renuncia a la verdad, a la justicia y al ejercicio del ministerio al que ha sido llamado? ¿Cuál es el bien común, la prevalencia de la justicia y verdad o del buen nombre de la institución?
“El abuso sexual de menores no es sólo un delito canónico o la vulneración del Código de Conducta interno de una determinada institución, ya sea religiosa o de otra índole. Se trata también de un delito perseguido por el Derecho Civil. Aunque las relaciones con las autoridades civiles varían de unos países a otros, es importante cooperar con dichas autoridades en el marco de sus responsabilidades”.  ¿Implica la cooperación con dichas autoridades la asunción inmediata por parte de la iglesia de una Sentencia condenatoria sin necesidad del proceso canónico administrativo o penal? ¿Tiene en cuenta qué ley y criterios se siguen en cada país y, aún siendo justos, si han sido respetados en el proceso?
El Beato Juan Pablo II dijo lo siguiente en 1994: “Es para vosotros perfectamente conocida la tentación de reducir, en nombre de un concepto no recto de la compasión y de la misericordia, las exigencias pesadas puestas por la observancia de la ley. Al respecto, es necesario reafirmar que, si se trata de una violación que afecta solamente a la persona, es suficiente referirse al mandato: “Vete y de ahora en adelante no peques más” (Juan 8, 11). Pero si entran en juego los derechos ajenos, la misericordia no puede ser concedida o aceptada sin hacer frente a las obligaciones que corresponden a estos derechos”.  Mi pregunta a Monseñor Scicluna es: ¿Y no se habrá caído en la tentación, en nombre de un concepto no recto de las exigencias pesadas puestas por la observancia de la ley, de la anulación no ya de la compasión y de la misericordia, sino del derecho a la misma presunción de inocencia para quien ha sido acusado?
El Beato Juan Pablo II repitió la siguiente frase ya enunciada en 1990: “Es también cierto que no siempre es fácil resolver el caso práctico según justicia. Pero la caridad o la misericordia (…) no pueden prescindir de las exigencias de la verdad”  ¿Puede prescindir de estas exigencias de la verdad la aplicación de la ley?
La conclusión de la intervención reza así: “Las palabras de nuestro Santo Padre Benedicto XVI nos recuerdan lo que afirma el Señor en el Evangelio de Juan: “La verdad os hará libres” (Juan 8:32). La búsqueda sincera de la verdad y la justicia es la mejor respuesta que podemos proporcionar al triste fenómeno del abuso de menores por parte de clérigos”.
Estoy de acuerdo, ¿cómo no?, en que la verdad nos hace libres. Por eso quizás, ante una situación de injusticia, se sigue luchando y proclamando la verdad pase lo que pase y guste o no guste a quien la escucha. Es la verdad la que da la fuerza para superar los obstáculos. Es la verdad la que ayuda a afrontar las críticas, los procesos injustos, el despojo de lo que uno es, el maltrato de quienes debiendo defender verdad y justicia, los profanan por negligencia o mala voluntad. No es fácil en muchas ocasiones encontrar la verdad. Ni aún garantizando todo el proceso legalmente requerido. ¿Qué tiene que ver la verdad con muchas verdades judiciales? ¡Nada en absoluto! Es muy importante tratar de garantizar, estamos totalmente de acuerdo, la verdad. ¡Sí!,  “el respeto de la verdad genera confianza en el Estado de Derecho, mientras la falta de respeto por la misma genera desconfianza y sospechas: Si los administradores de la ley se esfuerzan por observar una actitud de plena disponibilidad a las exigencias de la verdad, en el riguroso respeto de las normas procesales, los fieles podrán mantener la certeza de que la sociedad eclesial desarrolla su vida bajo el régimen de la ley; que los derechos eclesiales están protegidos por la ley; que la ley, en última instancia, es motivo de una respuesta amorosa a la voluntad de Dios”.