martes, 20 de noviembre de 2012

Diario (36) Entre contrarios vientos va mi nave


Puedo hacer míos los versos del soneto de Petrarca: “Entre contrarios vientos va mi nave/ que en altamar me encuentro sin gobierno./ Tan leve de saber, de error tan grave,/ que no sé lo que quiero aconsejarme/ y, si tiemblo en verano, ardo en invierno”
Dos cartas me conmueven de manera especial. Una niña a quien he impartido clase cuando cursaba 1° de ESO y a quien, antes, le había dado la primera comunión, escribe: "Como el martes es el día del padre le escribo estas letras para felicitarlo. Ya sabe que para la parroquia es nuestro padre...". La segunda es de dos antiguas alumnas del instituto, una de ellas también de mi parroquia. Estudian en Santiago y dicen: "...ya sabemos que estás constantemente de altibajos y es normal porque el tiempo pasa, pero tienes que ser muy fuerte y no perder jamás la esperanza... Queremos pedirte algo, que nos prometas que siempre seguirás siendo el Delmi inconfundible que conocimos y que nunca jamás vas a permitir que las desavenencias de la vida cambien lo más maravilloso de ti, tu bondad, fuerza, valor, amistad, amor,... Queríamos escribirte todo lo grande que eres pero ni siquiera la lista más grande del mundo sería capaz de definirte, definir lo que significas para nosotras, lo que te admiramos y queremos".
Son palabras que transcribo por la emoción que me causan y porque expresan el sentimiento de unas personas que siempre serán para mí entrañables, pero que me invitan a preguntarme: ¿Por qué se puede llegar a despertar en las personas a las que se trata sentimientos tan opuestos? Mientras unos me consideran "padre" y me felicitan, al mismo tiempo que me agasajan porque me admiran y quieren, otros me acusan de agresor, de pervertidor de menores. ¿Cómo descubrir la verdad? ¿Cómo indagar y escrutar lo que hay de cierto cuando se acusa a una persona? ¿Cómo saber si el que miente es el denunciado o el denunciante? ¿No hay auténticos expertos en la "ciencia" de mentir? Si quien te acusa es un mitómano que nada tiene que perder, ¿qué se puede hacer? ¿Es lo mismo justicia y ley? ¿Acaso no se han promulgado a lo largo de la historia innumerables leyes a todas luces injustas?
Junto a las dos cartas citadas he ido recibiendo muchas más en el domicilio paterno. Unidas a las enviadas a prisión, conforman un extenso panorama de opiniones sobre mí. Puedo afirmar, sin exageración de ningún tipo, que son más de mil las personas, hasta marzo de 2002, las que se han dirigido a mí a través de este género en desuso. El talante en que me escriben es similar al de las dos cartas citadas. Me manifiestan en ellas su solidaridad y me invitan a confiar en la acción de la justicia. Muchos de los que me escriben son testigos de mi acción ministerial en las parroquias donde ahora se me ha puesto en entredicho. Son conocedores de los jóvenes que me denuncian y del trato y relación que con ellos mantuve. Defienden mi inocencia. A pesar de ser vecinos, algunos familiares y, no pocos, amigos de los denunciantes, me revelan su adhesión y el convencimiento de que todo es una trama, un complot, una intriga, una maquinación contra mí. Me descubren que los mismos denunciantes se contradicen entre ellos y que, incluso, llegan a afirmar que nada les he hecho. Puede ser un modo de defensa ante el ambiente hostil que se respira contra ellos. Sin embargo, ¿cómo es que nadie ha salido en su defensa? ¿Cómo no revelarse para reafirmarse? ¿Cómo poder seguir viviendo tan tranquilos habiendo sido víctimas de supuestos abusos y agresiones que afectan a lo más íntimo de la persona?
El veintiocho de marzo, jueves santo, acudo a las parroquias de un compañero de curso. Hacía tiempo que no ejercía como ministro de la reconciliación, como dispensador del perdón misericordioso de Dios para con el hombre que acude a Él arrepentido. Tuve ocasión de hacerlo y de presidir, también, la celebración litúrgica de la Cena del Señor. Me atreví a predicar. Desde el veinticinco de noviembre, en prisión, no lo había vuelto a hacer. Mi madre se emocionó y no pudo contener las lágrimas.
El viernes de Pasión vuelvo a presidir la celebración litúrgica. El Señor se entrega al suplicio de la Cruz para que cada uno de nosotros pueda recibir la salvación. Muerte del Señor que se convierte en vida del hombre. La Cruz, señal cierta de identificación del camino cristiano, del camino del discípulo sobre la tierra. Para alcanzar la salvación, para llegar a descubrir la Luz de la Resurrección, es preciso abrazar la Cruz. ¡Difícil tarea! A veces, o casi siempre, preferiríamos una cruz distinta a la que tenemos que llevar. Lo que llevo viviendo desde hace más de un año ha de servirme. Mis palabras han de verse avaladas por esas experiencias. Sin embargo, son muchos los claroscuros en este seguimiento personal. Muchas veces repetí, incluso con desesperación: "¡si es posible pase de mí este cáliz!". El Señor me invita a beberlo. Es una bebida amarga.
Hoy, de un modo radicalmente nuevo y significado, rezo: “Ablándate, madero, tronco abrupto de duro corazón y fibra inerte; doblégate a este peso y esta muerte que cuelga de tus ramas como un fruto. Tú, solo entre los árboles, crecido para tender a Cristo en tu regazo; tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo de Dios con los verdugos del Ungido.”
Jesús aceptó la dureza de lo inevitable. Conocía la suerte de los profetas que le precedieron. No había pasado mucho tiempo desde que Juan Bautista fuera asesinado por mandato de Herodes. Los gobernantes pretendían escarmentar al pueblo torturando atrozmente y asesinando a los profetas. Jesús es arrestado y llevado ante el tribunal. Un juicio injusto: testigos falsos, infracción del derecho de defenderse, condena de muerte. Todo estaba preparado de antemano. Por ello, Jesús no insiste en su defensa. Sabe que lo van a matar porque pone en cuestión el sistema religioso y social. Le imponen la cruz, lo empujan junto con otros dos. Cae por tierra, extenuado, porque había sido ya flagelado. Es levantado a fuerza de gritos, de insultos, de golpes. La vía hacia el Gólgota es un lento y tortuoso avance hacia la muerte. El Gólgota se convierte así en símbolo del exterminio humillante, de la mayor de las injusticias. Jesús es despojado de todos y de todo. Lo entrega todo hasta el límite. “En plenitud de vida y de sendero, dio el paso hacia la muerte porque él quiso. Mirad de par en par el paraíso abierto por la fuerza de un Cordero.”
Y la Cruz se convirtió en el símbolo de identificación del discípulo, del "cristiano", Ya no tiene aquel significado de rebeldía y maldición que tenía en el mundo antiguo. Hoy, las cruces ya no son de madera. La cruz es la realidad cotidiana que muchas personas viven: el maltrato a las mujeres, la falta de igualdad de oportunidades para desarrollarse como personas, la situación de los inmigrantes y los desplazamientos de poblaciones enteras obligados por la violencia y el hambre, la explotación de los niños, la realidad de miseria e injusticia que inunda al mundo,... La humanidad ha ganado en derechos escritos sobre papeles, ha ganado en conciencia sobre su acción en el mundo, pero también ha multiplicado la miseria y el sufrimiento. Por eso hoy sigue siendo viernes santo, Pasión. Mientras haya un solo ser que sufra en el mundo, seguirá habiendo cruz, seguirá entregándose Cristo en el Gólgota, seguirá derramando y entregando su Sangre para su salvación.
Ante la debilidad de Dios debe rasgarse nuestra concepción de Dios. Hemos de saber aceptar a un Dios humillado, que se encarna en la debilidad humana y que quiere ser el servidor que está junto a los "pequeños", a los sin cultura, a los marginados.
Quienes intervienen en la Pasión y Muerte de Jesús no son extraordinariamente malos, sino personas normales y corrientes. Esto ayuda a aceptar y a comprender que nos puedan vender, traicionar, juzgar y crucificar las personas, también normales y no especialmente malvadas, que conviven junto a nosotros.
Meditar sobre toda esta realidad me aportará consuelo aunque no me restará ansiedad, temor, angustia. Me hará confiar, de un modo racional, en la Voluntad de Dios. Me hará mantener, aunque confieso que de manera tenue, una puerta abierta a la esperanza. Creo que Dios está por medio, aunque no soy capaz de descubrirlo como en otras ocasiones, no percibo su presencia. Creo, porque Él me ha dicho que está en el que padece a causa de la enfermedad, de la injusticia, de la persecución,... ¡Creo! Necesito creer que todo lo que acontece en mi vida es siempre y en todo Voluntad de Dios. Pero me cuesta creer. Me cuesta vivir coherentemente mi fe. Me cuesta asumir el dolor. Me cuesta poder comprender, es más, no comprendo nada de lo que sucede. Pero esto, creo, es la cruz.
Reflexiono uno y otro día, noche tras noche, en el silencio. Unas veces siento la necesidad de gritar, de rebelarme, de decir adiós a todo y a todos. Otras, sin embargo, me consuela enormemente pensar que Dios me ha elegido para corredimir con Él. Mi vida oscila, así, según el pensamiento dominante de cada jornada, pasando de la euforia a la apatía y la tristeza. Provoco desconcierto porque vivo desconcertado. Un día consigo sonreír, el otro no puedo más que condolerme. Quien me observe podrá ver lo que desee. Un día, a alguien irreflexivo, que vive alegremente, con absoluta frivolidad. Otro día, no obstante, podrá ver a alguien amargado, triste, irritado. No logro dominar la situación. La voluntad calla, muchas veces desaparece, se oculta, queda velada en mi vida. Sé qué debo hacer, pero no puedo hacerlo. Otras veces, ignoro totalmente cuál ha de ser mi proceder o cuál será mi reacción ante determinada noticia, suceso o acontecimiento. Son muchos los momentos en que no sé decir no, en que no llego a expresar lo que debo, en que no logro vencer el abatimiento que me invade. Muchos también en los que me comporto de un modo histriónico, impropio, improcedente, inapropiado. Además, no logro comprometerme seriamente en ninguna actividad, olvido con excesiva facilidad lo que hice el día anterior, no logro conciliar el sueño, tengo pesadillas que me estremecen y que mezclo con la realidad. ¡No! Aunque me piden que sea dueño de mis actos y palabras, carezco de la voluntad necesaria para poder ser yo mismo.

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