martes, 20 de noviembre de 2012

Diario (34) Culpable


La situación no es fácil. Con el paciente Job también exclamo:

"¿No es una milicia lo que hace el hombre en la tierra?
 ¿No son jornadas de mercenario sus jornadas?
Como esclavo que suspira por la sombra,
o como jornalero que espera su salario,
así meses de desencanto son mi herencia,
y mi suerte noches de dolor.
Al acostarme, digo: ¿Cuándo llegará el día?
 Al levantarme: ¿Cuándo será de noche?
y hasta el crepúsculo ahíto estoy de sobresaltos" (Job 7, 1-4)

Consciente de que la vida es milicia trato de mantenerme firme en el combate. Sin embargo, por mi cabeza asoma un pensamiento: me siento culpable. Alguien me recuerda que siempre he sido un "imprudente", que les he concedido demasiada confianza a quienes me rodeaban. Me insiste en que la labor de un profesor o la de un sacerdote tienen un límite. He admitido siempre lo primero. Lo segundo me cuesta mucho más entenderlo. ¿Hasta dónde debe llegar un sacerdote en su relación con los fieles? Más de una noche no he dormido por intentar arreglar algún conflicto matrimonial, dialogando con ambos cónyuges para tratar de encontrar soluciones a sus problemas. ¿Qué hacer con ese marido que llama a mi puerta en la noche, con su maleta, y me dice que abandona el hogar porque no aguanta más después de veintitrés años? Más de una noche la he pasado charlando con algún joven que acudía a desahogar sus problemas. ¿Lo dejo desesperarse porque no encuentra respuestas en la vida y sólo piensa en matarse? Más de una noche he tenido que levantarme de la cama para atender a quien solicitaba mi ayuda. ¿Dejo que una madre viuda recorra el pueblo en la noche invernal buscando a su joven hijo que no ha llegado todavía a casa? ¿O me pongo a buscarlo con ella para encontrarlo en el cementerio llorando junto a la tumba de su padre?
Nunca, a pesar de las advertencias de algunos, he cejado en mi empeño por ser amigo de quien se presentó en mi vida. "Apostolado de amistad y confidencia", me han enseñado siempre. Probablemente, o no he sabido interpretar la expresión o no he sido lo suficientemente suspicaz para llevarla a cabo con cierta distancia. Es fácil que haya idealizado la realidad que me ha tocado vivir y me haya prodigado con quien no debiera. ¡Cuántas veces carecía de tiempo para dedicar a mi familia y compañeros por dedicarlo a lo que entendía ser mi deber!
Es fácil que algunas de las situaciones desagradables en las que nos vemos envueltos las hayamos provocado nosotros mismos. Nadie me ha obligado ni urgido a organizar campamentos, ni peregrinaciones, ni excursiones, ni clases de refuerzo, ni ningún otro tipo de actividad con los jóvenes a quienes traté. Nadie me exigía que los invitara a comer o cenar conmigo. ¿Exceso de celo pastoral? Eso dicen algunos.
La realidad en la que vivimos lleva a unos a sospechar de conductas como la que yo he mantenido. Dudan de quien se prodiga en su relación con los demás, especialmente, cuando éstos son jóvenes o menores. La credibilidad que se les otorga es mayor cuando denuncian a un adulto que los ha tratado con afecto y generosidad. ¿Hay alguien que esté dispuesto a dar algo sin esperar una compensación? – piensan- ¿Puede ser gratuito lo que un adulto ofrezca a unos jóvenes? ¡Sí! Me siento culpable de haberme gastado inútilmente a favor de quienes no lo merecían. Me siento culpable por no haber hecho caso a las advertencias que se me hacían. Me siento culpable de haberme entregado sin miramientos ni suspicacia a quienes se han cruzado en mi camino. Me siento culpable de haber sido ingenuo, pensando que podría conseguir hacer algo de provecho de unos jóvenes, por quienes sus mismos padres no parecieron apostar. ¡Este es mi delito! ¡De esto me acuso! ¡De ello me siento ahora culpable!

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