La situación no es fácil. Con el
paciente Job también exclamo:
"¿No es una milicia
lo que hace el hombre en la tierra?
¿No son jornadas de mercenario sus jornadas?
Como esclavo que suspira
por la sombra,
o como jornalero que
espera su salario,
así meses de desencanto
son mi herencia,
y mi suerte noches de
dolor.
Al acostarme, digo:
¿Cuándo llegará el día?
Al levantarme: ¿Cuándo será de noche?
y hasta el crepúsculo
ahíto estoy de sobresaltos" (Job
7, 1-4)
Consciente de que la vida es milicia trato
de mantenerme firme en el combate. Sin embargo, por mi cabeza asoma un
pensamiento: me siento culpable. Alguien me recuerda que siempre he sido un "imprudente",
que les he concedido demasiada confianza a quienes me rodeaban. Me insiste
en que la labor de un profesor o la de un sacerdote tienen un límite. He
admitido siempre lo primero. Lo segundo me cuesta mucho más entenderlo. ¿Hasta
dónde debe llegar un sacerdote en su relación con los fieles? Más de una noche
no he dormido por intentar arreglar algún conflicto matrimonial, dialogando con
ambos cónyuges para tratar de encontrar soluciones a sus problemas. ¿Qué hacer
con ese marido que llama a mi puerta en la noche, con su maleta, y me dice que
abandona el hogar porque no aguanta más después de veintitrés años? Más de una
noche la he pasado charlando con algún joven que acudía a desahogar sus
problemas. ¿Lo dejo desesperarse porque no encuentra respuestas en la vida y
sólo piensa en matarse? Más de una noche he tenido que levantarme de la cama
para atender a quien solicitaba mi ayuda. ¿Dejo que una madre viuda recorra el
pueblo en la noche invernal buscando a su joven hijo que no ha llegado todavía
a casa? ¿O me pongo a buscarlo con ella para encontrarlo en el cementerio
llorando junto a la tumba de su padre?
Nunca, a pesar de las advertencias de
algunos, he cejado en mi empeño por ser amigo de quien se presentó en mi vida. "Apostolado
de amistad y confidencia", me han enseñado siempre. Probablemente, o
no he sabido interpretar la expresión o no he sido lo suficientemente suspicaz
para llevarla a cabo con cierta distancia. Es fácil que haya idealizado la
realidad que me ha tocado vivir y me haya prodigado con quien no debiera.
¡Cuántas veces carecía de tiempo para dedicar a mi familia y compañeros por
dedicarlo a lo que entendía ser mi deber!
Es fácil que algunas de las
situaciones desagradables en las que nos vemos envueltos las hayamos provocado nosotros
mismos. Nadie me ha obligado ni urgido a organizar campamentos, ni
peregrinaciones, ni excursiones, ni clases de refuerzo, ni ningún otro tipo de
actividad con los jóvenes a quienes traté. Nadie me exigía que los invitara a
comer o cenar conmigo. ¿Exceso de celo pastoral? Eso dicen algunos.
La realidad en la que vivimos lleva a unos
a sospechar de conductas como la que yo he mantenido. Dudan de quien se prodiga
en su relación con los demás, especialmente, cuando éstos son jóvenes o
menores. La credibilidad que se les otorga es mayor cuando denuncian a un
adulto que los ha tratado con afecto y generosidad. ¿Hay alguien que esté
dispuesto a dar algo sin esperar una compensación? – piensan- ¿Puede ser
gratuito lo que un adulto ofrezca a unos jóvenes? ¡Sí! Me siento culpable de
haberme gastado inútilmente a favor de quienes no lo merecían. Me siento
culpable por no haber hecho caso a las advertencias que se me hacían. Me siento
culpable de haberme entregado sin miramientos ni suspicacia a quienes se han
cruzado en mi camino. Me siento culpable de haber sido ingenuo, pensando que
podría conseguir hacer algo de provecho de unos jóvenes, por quienes sus mismos
padres no parecieron apostar. ¡Este es mi delito! ¡De esto me acuso! ¡De ello
me siento ahora culpable!
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