Desde
la clásica definición de la justicia como “la
constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo” (Ulpiano), se ha
evolucionado hacia otras concepciones que tienen más en cuenta las exigencias y
derechos de la persona. Hay quien afirma que la justicia induce a respetar la
personalidad del hombre y a facilitarle cuanto se debe como individuo
responsable de su propio destino. Pero
¿dónde ha de fundamentarse la justicia? ¿En el desarrollo y liberación de la
persona o en un conjunto de derechos sancionados por la ley civil? La acción
eficaz de la justicia ¿no debe remontarse necesariamente a las causas externas
y estructurales que favorecen o causan los comportamientos injustos a nivel
interpersonal?
Soy
persona. Como tal, sujeto de derechos.
Como todo hombre tengo sed de justicia y creo en la necesidad de un
derecho positivo, de un conjunto de reglas normativas que regulen el
comportamiento de los hombres entre sí. Soy consciente de que los cuerpos
jurídicos –constituciones, códigos, leyes, estatutos- proceden de la voluntad
social representada por los gobernantes en las sociedades democráticas y
modernas. Por tanto, están inspiradas en
unos principios ideológicos. El Derecho, esas reglas de conducta o leyes,
vienen dadas por un organismo soberano que para asegurar su cumplimiento
impone, a través de los legisladores, con una cierta coacción. No existe ningún
cuerpo jurídico en el que no se prevean penas para los infractores. Los códigos
legales responden a circunstancias particulares y cambiantes. El criterio
actual para establecerlas es el acuerdo de la mayoría mediante el sistema de la
votación democrática. ¿No hay que analizar, por tanto, críticamente los
diversos sistemas jurídicos? ¿No hay, acaso, una enorme disparidad de criterios
a veces contradictorios? ¿No asistimos perplejos con excesiva frecuencia a la
defensa del culpable y al castigo legal del inocente? ¿No es necesario
encontrar un principio o criterio objetivo válido para que las leyes no se
conviertan en meros convencionalismos o capricho de los legisladores? ¿Cuál es
el origen de la autoridad que unos hombres ejercen sobre otros y qué razones
pueden alegar para que la aceptación de las leyes sea razonable, justa,
vinculante y humana? ¿Son las leyes una mera técnica de convivencia humana
ordenada a garantizar la coexistencia de los individuos en la sociedad? ¿No se
ha convertido cada ley en algo aislado e independiente para colocar sagazmente
como una ficha en el tablero de la sociedad?
El
descontento social respecto de la Justicia es patente. ¿No se deberá a la
arbitrariedad positivista y a la jurisdicción pragmática a la que asistimos
frecuentemente? ¿Asiste, a quienes dictan normas o las aplican, el sentido
común y la razón o más bien la emoción, el sentimiento, la moda...? ¿Se trata
sólo de aplicar la ley de modo frío, positivo, pragmático, matemático? ¿Qué
relación existe entre ética y justicia? ¿Dónde han quedado los conceptos de ley
y Derecho natural?
Sí,
no podemos olvidar que por esto y por mucho más, “en la justicia siempre hay peligro; o por parte de la ley o por parte
de los jueces”. ¿Qué decir si ambos peligros se unen?
El Auto
de 10 de octubre de 2001 que obra en mi causa reza: “…Es verdad, y como tal ha de reconocerse, que la principal fuente
de prueba que ha tenido en consideración esta instructora a la hora de
procesar al Sr. Rial, vino constituida por las declaraciones que en su
presencia llevaron a cabo todos y cada uno de los menores”. A la par se
ha tenido en cuenta el “resultado
de la pericial psicológica”.
¿Se tienen en cuenta
las condiciones que la jurisprudencia exige para dar credibilidad a las
acusaciones? “1. Falta de incredibilidad subjetiva derivada
de un constatado móvil espurio: resentimiento, enemistad, etc. 2. Verosimilitud
proporcionada por corroboraciones objetivas periféricas. 3. Persistencia en la
incriminación: prolongada en el tiempo, plural y sin ambigüedades ni
contradicciones”
En cuanto emprendo la lectura de las declaraciones que
mis denunciantes han hecho ante la Guardia Civil, los psicólogos y la Juez
Instructora, mi capacidad de asombro va en aumento. No son capaces de
establecer una sola fecha concreta, no ya de los abusos, inclusive la de cuándo
y cómo lo relatan ante sus familias. Baste el siguiente ejemplo: el padre de
uno de ellos dice que el 24 de diciembre por la noche (Noche Buena), su cuñado,
delante de su hijo y sobrino (dos supuestas víctimas de mis abusos) le narra lo
sucedido. El cuñado habla de
“navidades”, sin concretar el día exacto, cuando su sobrino se lo cuenta y en
otra ocasión, dice, lo hace el primo de éste. Una de las supuestas víctimas,
sin embargo, afirma ser él mismo quien se lo cuenta a la familia, no sólo al
padre, el 25 de diciembre.
Los denunciantes narran hechos distintos, sin concretar
nunca fechas, según declaren en sede policial, judicial o ante los
psicólogos. Según ellos, algunos de los
abusos no concurren en la intimidad sino en grupo, es decir, en una caravana
abusaría de cada uno de ellos sucesivamente. Incriminan a dos chicos más que,
evidentemente, niegan los hechos y afirman haber sido intimidados por ellos
para declarar en mi contra. Ninguno coincide en su versión sobre los supuestos
abusos. Además, no se trata de un solo
abuso, sino de sucesivos actos en el tiempo, que concurrirían en distintos
ámbitos. En el colmo del disparate llegará uno a decir que estando el cura
celebrando una novena, al oír su voz fuera de la iglesia, irá a buscarlo para
en la sacristía perpetrar el supuesto atentado a su libertad sexual.
¿Entra dentro de la lógica que un hijo, sobrino o cuñado
puedan haberte hablado de unos supuestos abusos en la cena de Noche Buena o el
día de Navidad y no lo recuerdes? ¿Puede alguien quedarse de brazos cruzados
hasta el mes de marzo sin tratar de aclarar semejantes hechos? ¿Es el acusado un
auténtico depravado, un depredador sexual capaz de abusar en la misma noche y
en el mismo lugar –una caravana- de los cuatro jóvenes que le acompañan? ¿Por
qué no son capaces de relatar los denunciantes ese acontecimiento con absoluta
coherencia? ¿Por qué uno lo niega y los demás se contradicen? ¿Cabe que un
sacerdote que celebra un acto litúrgico, la exposición del Santísimo, salga a
buscar fuera a un joven y abuse en la sacristía de él? Yo no sé en qué cabeza
pueden caber todas estas barbaridades. Soy consciente de que el hombre es capaz
de los mayores errores y horrores. Pero quien fuera capaz de actuar de
semejante modo ¿qué perfil psicológico tendría?
Las preguntas pueden ser todavía más: ¿Por qué seguir
manteniendo una relación cordial y amistosa con alguien que ha abusado o
intentado agredirte sexualmente? ¿Por qué matricularse en las clases de
religión –optativa- o continuar asistiendo a charlas de pos confirmación o a
clases de refuerzo - absolutamente voluntarias-? ¿Por qué volver a dormir en la
rectoral en sucesivas ocasiones? ¿Por qué asistir como acólito o monaguillo a
las celebraciones? ¿Por qué volver a viajar con el supuesto agresor?
Uno de los menores denunciantes ha sufrido la muerte
repentina de su padre en el mes de septiembre del año dos mil. Aunque tiene un hermano mayor y a su propia
madre, en el momento de tan trágico suceso, es él mismo quien me telefonea para
que acuda al domicilio. ¿Quién telefonearía a su agresor sexual ante tal
acontecimiento? Ante los problemas que sufre de inestabilidad emocional a
partir de este momento, en común acuerdo con su madre, decidimos acudir a un
psiquiatra que lo atienda en Santiago de Compostela. ¿Lleva el propio verdugo a
su víctima para ser atendida por un especialista en psiquiatría?
Podría pasar horas haciéndome preguntas y dejándolas
reflejadas en el papel. Ninguna tendría una respuesta lógica si lo que
denuncian tuviese visos de realidad.
¿Ha contrastado la juez Instructora las declaraciones que
los menores realizan ante los distintos órganos del proceso instructor? ¿Ha
tenido en cuenta algo más que el resultado de una pericial psicológica que se
limita a afirmar como “verosímil” hechos
de semejante índole?
¿Dónde están las pruebas periféricas objetivas respecto a
lo que declaran? ¿Dónde la incriminación prolongada en el tiempo sin
contradicciones ni fisuras? ¿Dónde la inmediatez en la denuncia ante semejantes
atrocidades? ¿Dónde, en definitiva, la lógica de todo esto?
Dice un proverbio español: “Si con refranes, y no con leyes, se gobernara, el mundo andaría mejor
que anda”. A pesar de todo, con
Stuart Mill, quiero poder decir que “las
leyes no se mejorarían nunca si no existieran numerosas personas cuyos
sentimientos morales son mejores que las leyes vigentes”.
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