sábado, 10 de noviembre de 2012

Diario (26) ¡Libertad! ¿Al fin?


Es domingo. El capellán me invita a presidir la celebración eucarística con los internos.  En un primer momento me resisto y objeto  que no voy a saber qué decirles cuando llegue el momento de la predicación.  Consigue convencerme después de insistir un poco. Si aquella mi primera Misa en prisión marcó una profunda huella, ésta, no significará menos.  Coincide con la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Con voz temblorosa me atreví a dirigirme a tan especialísimos oyentes para invitarles a vivir en la esperanza.  “Cristo ha querido reinar desde el trono de la Cruz para, derramando su sangre por amor a cada hombre, ofrecerle la auténtica salvación. Como aquel buen ladrón es capaz de “robar” el Cielo en el último momento, también nosotros, aunque condenados por la justicia de los hombres, hemos de estar dispuestos a ganar desde aquí –desde esta cruz que es la prisión-, la salvación que nos ofrece.”. Agradezco el trato que me han brindado durante mi estancia entre ellos y me comprometo a llevarlos en mi corazón y a tenerlos presentes en mis ruegos.  Les ofrezco mi personal amistad y ayuda en lo que pueda serles útil en un futuro. Me atrevo a asegurarles que lucharé por defender sus derechos y propagar una visión distinta a la que tantos ofrecen sobre los reclusos y los Centros Penitenciarios. Me escuchan, visiblemente emocionados, y al finalizar, se acercan a mí para desearme suerte y darme personalmente las gracias.
Todavía han de pasar dos días para que llegue esa ocasión tan ansiada. Es veintisiete de noviembre. Un vecino de una de las parroquias en las que he trabajado ha ingresado la cantidad que la Audiencia ha dispuesto como fianza. Ha insistido y convencido a mis padres para que le dejasen a él afrontarlo. ¡Sin palabras!
 Sin haberlo imaginado ni remotamente, me despido ahora, con lágrimas en los ojos, de quienes han ganado de un modo genuino, un hueco en mi corazón. El cabo me trae a la celda un café muy especial, regado con alguna gota de algún licor que no sé de qué manera ha podido agenciar. Intercambiamos direcciones y teléfonos. Me acompañan, llevando mis bolsas, hasta la planta baja y solicitan, en vano, que los dejen custodiarme hasta el módulo de ingresos, que se convierte ahora en el de salida. Nos abrazamos y nos despedimos deseando poder encontrarnos pronto en libertad. No puedo evitar fijarme en el rostro del hijo del cabo, emocionado, y procuro no ver a los ojos de mi interno de apoyo.
El funcionario, perplejo ante la procesión de internos que me corteja, me invita a pasar a la cabina de seguridad. Me comunica que mi padre y mi abogado están aguardando, pero que hacen tiempo para evitar que algún periodista pueda querer hacerse con una instantánea de mi salida de prisión. Pronto llega un interno con un carrito en el que transportar mi equipaje y se me invita a salir por la puerta de atrás, por la que suelen acceder los funcionarios. Después de realizados los oportunos trámites en el módulo de ingresos y de despedirme de algunos internos más que me esperaban allí para desearme suerte, nos encaminamos a la salida por un corredor de acceso nuevo para mí. ¡Ya veo a mi padre y a mi abogado! Mientras permanezco junto a una funcionaria, ellos se encargan de llevar el equipaje hasta el coche para que yo pueda salir sin llamar la atención, como si fuera un visitante. Después de una seña, por fin, salgo de prisión y, tomando buena cuenta de lo que me han dicho mis compañeros de residencia, “no miro atrás”.
A lo largo del recorrido que nos separa de mi casa paterna, el abogado irá instruyéndome a cerca de cómo he de comportarme en adelante. No quiere verme cerca de ninguna de las parroquias en las que he desarrollado mi labor pastoral, debo evitar a toda costa los desfiles de visitantes que antes de mi ingreso en prisión acudían a casa, debo llevar una vida de máxima discreción. Me alienta, ahora que ha conseguido mi libertad, a mantener la esperanza en la justicia. Me advierte sobre la posible presión que puedo sufrir por parte de la prensa y me amonesta para que no haga ninguna declaración. Al llegar a la puerta de casa se despide y me anuncia que me llamará después de que descanse unos días con mi familia.
¡Al fin en casa! Lágrimas y abrazos. Casi no me lo creo. Vivo una sensación extraña. La percepción de la realidad se hace confusa. Miro a mi alrededor como si todo fuera nuevo, como si se tratara de la primera vez que estoy en casa. ¡Cincuenta y ocho días de prisión que han parecido años de vida! Veintisiete de noviembre, gozo de libertad y, sobre todo, de la compañía de la familia. ¡Inenarrable!
Mi Madre Santísima ha escuchado mi ruego y el de quienes se unieron a él. ¡Sí! Hoy es fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. El veintiuno se iniciaba la deliberación por parte de la Audiencia sobre mi posible excarcelación y el veintisiete se consuma. Habrá quienes piensen en una mera casualidad. Para mí no deja de ser uno de esos milagros que se obran diariamente entre nosotros y que la mayor parte de las veces no somos capaces de percibir. Con Martín Descalzo puedo suscribir: “A mí tampoco me gusta buscarle explicaciones milagrosas a las cosas de la vida. Tal vez porque todo lo que nos ocurre me parece milagroso (…) Fue un milagro, sí. Uno de esos milagros que habría en nuestras vidas si tuviéramos los ojos abiertos”.
“Para que no lo imites, copio de una carta este ejemplo de cobardía: desde luego, le agradezco mucho que se acuerde de mí, porque necesito muchas oraciones. Pero también le agradecería que, al suplicarle al Señor que me haga “apóstol”, no se esfuerce en pedirle que me exija la entrega de mi libertad” (Surco, n. 11)

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