Es
domingo. El capellán me invita a presidir la celebración eucarística con los
internos. En un primer momento me
resisto y objeto que no voy a saber qué decirles
cuando llegue el momento de la predicación. Consigue convencerme después de insistir un
poco. Si aquella mi primera Misa en prisión marcó una profunda huella, ésta, no
significará menos. Coincide con la
solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Con voz temblorosa me atreví a
dirigirme a tan especialísimos oyentes para invitarles a vivir en la
esperanza. “Cristo ha querido reinar desde el trono de la Cruz para, derramando su
sangre por amor a cada hombre, ofrecerle la auténtica salvación. Como aquel
buen ladrón es capaz de “robar” el Cielo en el último momento, también
nosotros, aunque condenados por la justicia de los hombres, hemos de estar
dispuestos a ganar desde aquí –desde esta cruz que es la prisión-, la salvación
que nos ofrece.”. Agradezco el trato que me han brindado durante mi
estancia entre ellos y me comprometo a llevarlos en mi corazón y a tenerlos
presentes en mis ruegos. Les ofrezco mi
personal amistad y ayuda en lo que pueda serles útil en un futuro. Me atrevo a
asegurarles que lucharé por defender sus derechos y propagar una visión
distinta a la que tantos ofrecen sobre los reclusos y los Centros
Penitenciarios. Me escuchan, visiblemente emocionados, y al finalizar, se acercan
a mí para desearme suerte y darme personalmente las gracias.
Todavía
han de pasar dos días para que llegue esa ocasión tan ansiada. Es veintisiete
de noviembre. Un vecino de una de las parroquias en las que he trabajado ha
ingresado la cantidad que la Audiencia ha dispuesto como fianza. Ha insistido y
convencido a mis padres para que le dejasen a él afrontarlo. ¡Sin palabras!
Sin haberlo imaginado ni remotamente, me
despido ahora, con lágrimas en los ojos, de quienes han ganado de un modo
genuino, un hueco en mi corazón. El cabo me
trae a la celda un café muy especial, regado con alguna gota de algún licor que
no sé de qué manera ha podido agenciar. Intercambiamos direcciones y teléfonos.
Me acompañan, llevando mis bolsas, hasta la planta baja y solicitan, en vano,
que los dejen custodiarme hasta el módulo de ingresos, que se convierte ahora
en el de salida. Nos abrazamos y nos despedimos deseando poder encontrarnos
pronto en libertad. No puedo evitar fijarme en el rostro del hijo del cabo, emocionado, y procuro no
ver a los ojos de mi interno de apoyo.
El
funcionario, perplejo ante la procesión de internos que me corteja, me invita a
pasar a la cabina de seguridad. Me comunica que mi padre y mi abogado están
aguardando, pero que hacen tiempo para evitar que algún periodista pueda querer
hacerse con una instantánea de mi salida de prisión. Pronto llega un interno
con un carrito en el que transportar mi equipaje y se me invita a salir por la
puerta de atrás, por la que suelen acceder los funcionarios. Después de realizados
los oportunos trámites en el módulo de ingresos y de despedirme de algunos
internos más que me esperaban allí para desearme suerte, nos encaminamos a la
salida por un corredor de acceso nuevo para mí. ¡Ya veo a mi padre y a mi
abogado! Mientras permanezco junto a una funcionaria, ellos se encargan de
llevar el equipaje hasta el coche para que yo pueda salir sin llamar la
atención, como si fuera un visitante. Después de una seña, por fin, salgo de
prisión y, tomando buena cuenta de lo que me han dicho mis compañeros de
residencia, “no miro atrás”.
A lo
largo del recorrido que nos separa de mi casa paterna, el abogado irá instruyéndome
a cerca de cómo he de comportarme en adelante. No quiere verme cerca de ninguna
de las parroquias en las que he desarrollado mi labor pastoral, debo evitar a
toda costa los desfiles de visitantes que antes de mi ingreso en prisión
acudían a casa, debo llevar una vida de máxima discreción. Me alienta, ahora
que ha conseguido mi libertad, a mantener la esperanza en la justicia. Me
advierte sobre la posible presión que puedo sufrir por parte de la prensa y me amonesta
para que no haga ninguna declaración. Al llegar a la puerta de casa se despide
y me anuncia que me llamará después de que descanse unos días con mi familia.
¡Al fin
en casa! Lágrimas y abrazos. Casi no me lo creo. Vivo una sensación extraña. La
percepción de la realidad se hace confusa. Miro a mi alrededor como si todo
fuera nuevo, como si se tratara de la primera vez que estoy en casa. ¡Cincuenta
y ocho días de prisión que han parecido años de vida! Veintisiete de noviembre,
gozo de libertad y, sobre todo, de la compañía de la familia. ¡Inenarrable!
Mi
Madre Santísima ha escuchado mi ruego y el de quienes se unieron a él. ¡Sí! Hoy
es fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. El veintiuno se iniciaba
la deliberación por parte de la Audiencia sobre mi posible excarcelación y el
veintisiete se consuma. Habrá quienes piensen en una mera casualidad. Para mí
no deja de ser uno de esos milagros que se obran diariamente entre nosotros y
que la mayor parte de las veces no somos capaces de percibir. Con Martín
Descalzo puedo suscribir: “A mí tampoco
me gusta buscarle explicaciones milagrosas a las cosas de la vida. Tal vez
porque todo lo que nos ocurre me parece milagroso (…) Fue un milagro, sí. Uno
de esos milagros que habría en nuestras vidas si tuviéramos los ojos abiertos”.
“Para que no lo imites, copio de una
carta este ejemplo de cobardía: desde luego, le agradezco mucho que se acuerde
de mí, porque necesito muchas oraciones. Pero también le agradecería que, al
suplicarle al Señor que me haga “apóstol”, no se esfuerce en pedirle que me
exija la entrega de mi libertad” (Surco, n. 11)
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