Los momentos
de anécdotas y carcajada no son, ni mucho menos, los que más abundan. El sábado
tres de noviembre sucederá algo que nos hará llegar tarde a locutorios. Termino
de celebrar la Misa y estoy de charla mientras no llega la hora de la visita. El
licenciado me cuenta que alguien ha
subido al piso superior y ha roto el cristal del armario que guarda la manguera
antiincendios. Uno de los diabólicos
deambulaba por ese pasillo cuando el licenciado
llegó. Al preguntarle si había sido él quien
había roto el cristal, afirmo que sí, por lo que éste, ni corto ni perezoso, le
arreó un guantazo y lo forzó a irse al piso de abajo.
Todavía
está relatándome lo ocurrido cuando se escuchan gritos. Aparece de pronto, en la
planta baja de enfermería, un recluso con un pincho en la mano. Está ensangrentado.
Se dirige hacia los despachos médicos cuando se encuentra con el cabo y uno de los médicos de guardia. No
se sabe a ciencia cierta contra quién se dirige. El funcionario que está de
turno sale precipitadamente de la cabina de seguridad y lo desafía incitándolo
a soltar el pincho. Son momentos de gran tensión. Después de un forcejeo, sólo
verbal, consigue persuadirlo. El recluso suelta el pincho y es confinado en su
celda. Está condenado por haber asesinado a su madre y padece un trastorno
psiquiátrico. Ya en otra ocasión había protagonizado una escena similar pero, aquel
día, fueron necesarios cuatro funcionarios para reducirlo. Aunque no es alto,
tiene una estructura corporal fornida, atlética, y es jovencito, no creo que
tenga mucho más de veinte años.
Había sido él
quien rompiera el cristal para fabricarse el pincho y no el interno que pululaba por el
pasillo, como enajenado, y recibió el guantazo del licenciado. Éste quizás se hubiera
inculpado por costumbre. Es un pobre hombre, de raza gitana, joven todavía pero
ya un viejo conocido en prisión por sus constantes entradas y salidas. Cada vez
que lo traen viene peor. No es capaz de mantenerse quieto cuando está en pie.
Se bambolea de un lado a otro. Se comenta que como es el pardillo de la familia, siempre le toca apechugar cuando la policía
llega al poblado para hacer una redada. Al poco de llegar a la enfermería, en
esta última ocasión, se dirigió a mí llamándome padre y suplicándome que le
concediera un permiso. De vez en cuando, aunque le insisto en que soy un
recluso, vuelve a mí con la misma cantinela.
El martes
seis de noviembre se convertirá en uno de esos días que uno preferiría olvidar
pero que, sin embargo, permanece imborrable en la memoria. Es temprano. Apenas
se acaba de repartir el desayuno y el cabo,
casi sin aliento, corre de un lado a otro. Acaba de fallecer un hombre, de
sesenta y ocho años, en prisión preventiva, acusado de supuestos abusos a un
menor. Era de estatura pequeña y de frágil constitución. Andaba encorvado por
los pasillos y, casi siempre, en pijama. Presumo que no tuviera apenas fuerzas
ni para vestirse. Siempre estaba de buen humor y únicamente se molestaba cuando
le tocabas, aunque solamente fuera para saludarlo. Todo su cuerpo estaba
dolorido. Aunque no tanto los años, la vida lo había castigado. Después de
haber trabajado como limpiabotas casi toda su vida, tuvo que dedicarse a
recoger chatarra para venderla e ir sobreviviendo. ¿Acaso a alguien le cabe la
posibilidad, aún remota, de que esta reliquia humana hubiera podido abusar de
un menor? A quienes lo hemos conocido y tratado nos cuesta mucho creerlo. Sin
duda no ha sido coincidencia el hecho de que la denuncia se interpusiera cuando
recibió una pequeña herencia.
Todavía no
he tenido tiempo de ducharme. En chándal, y con una estola, me dirijo, acompañado
por el cabo, hacia la celda en la que
se encuentra el cadáver. Todavía está caliente. Le administro la absolución "sub conditione" y lo
recomiendo a Dios: “Querido hermano: te
entrego a Dios y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu
Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu
encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos. Que Cristo, que sufrió
muerte de cruz por ti, te conceda la libertad verdadera. Que Cristo, Hijo de
Dios vivo, te aloje en su Paraíso. Que Cristo, Buen Pastor, te cuente entre sus
ovejas. Que te perdone todos tus pecados y te agregue al número de sus
elegidos. Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor y gozar de la visión
de Dios por los siglos de los siglos.”
La muerte
de un compañero al que diariamente tropezabas por el pasillo y con el que
compartías una palabra, una sonrisa, un cigarro,... te llena de inmenso dolor.
Una protesta interior aparece para rebelarse contra las circunstancias. La
limitación es total. En aquella celda, más helada que nunca por la presencia de
tan temida compañera, las lágrimas se asomaron a los ojos de quienes asistíamos
a la escena. El hecho de morir en prisión, alejado de los tuyos, bajo la
sospecha de haber perpetrado un crimen quizás nunca cometido, es algo que me
deja perplejo. Para el cabo no es una
realidad nueva. Sus lágrimas son de tristeza, rabia e impotencia, pero son,
sobre todo, lágrimas de emoción, según me dice. Es la primera vez que asiste y
contempla cómo un sacerdote recomienda un alma a Dios. “Tal vez, aunque sólo sea por esto, ha valido la pena que estuvieses tú
aquí”, me expresa conmovido. ¡Sí! Un consuelo llena mi alma: quizás por
abrir las puertas del Cielo a una sola pobre alma, hubiera valido la pena haber
tenido que pasar por aquí. Ha dejado de sufrir. "¡Adiós! ¡Hasta pronto!
¡Hasta el Cielo!". Ofrecí la eucaristía por él y por todos aquellos
que han sido llamados a la presencia de Dios, Juez Universal, desde alguna
prisión. Todavía hoy sigo recordando aquella imagen: la de la muerte en una
celda. Cuando quiere, como quiere, donde quiere. Quizás esta vez haya sido
oportuna al llegar. Aquel pobre hombre, en prisión preventiva, encontró
definitivamente la libertad. En más de una ocasión me lo he preguntado: "¿qué
es mejor, la prisión o la muerte?". Que arrebaten tu libertad, que aniquilen tu nombre, tu fama, tu
honra… ¿no es como haber muerto? Cada día que pasas en una situación así sientes
que mueres un poco por dentro.
Este día
compruebo también que el término diabólico
quizás no esté del todo mal aplicado. A pesar de haber muerto un compañero y de
que sus restos mortales continúen en su celda –tardarán bastante en retirar el
cadáver pues han de esperar a que venga el juez-, algunos continúan la vida
como si nada hubiese sucedido. Protestan porque quieren las pelotas y palas de tenis
de mesa y exclaman que ya tenía sus años y que es ley de vida. Quieren que se
encienda la televisión de la sala y se atreven a poner, a todo volumen, algún
aparato de música. Es más indignante su comportamiento teniendo en cuenta que
al chatarrero era a quien acudían
asiduamente para que los invitase a cafés o cigarros y les dejase peculio.
He de hacer
un esfuerzo especial por mantener la serenidad en este día. A pesar de ello, la
expresión de mi cara debe ser sobradamente explícita porque ningún diabólico viene a pedirme nada, como es
costumbre. Habitualmente los trato con cierta distancia, pero también con respeto
y simpatía. Cuando me piden café, tabaco o la tarjeta telefónica, accedo fácilmente.
Soy más intransigente para dejarles peculio. Sé que normalmente lo utilizan
para hacerse con su dosis, la que les lleva a exclamar “¡de puta madre!” ante cualquier pregunta que les haces. Son
tremendamente astutos para conseguir colocarse.
Algunas de las pastillas que los sanitarios reparten, les valen. En vez de
tragarlas, se las ingenian para ocultarlas entre alguna muela picada o algún
diente roto. Después las machacan y extienden sus partículas en el papel plata
de la cajetilla de tabaco, que calientan con un mechero, e inspiran el humo que
produce. No sé si añaden o no alguna otra substancia. También consiguen fumarse
sus porros y los hay, incluso, capaces de vender la metadona que no se llegan a
beber. Una noche el funcionario despertó al cabo
para que habilitara una celda para el recién llegado, de otro módulo, con
sobredosis de metadona.
Esta mañana
he recibido la visita de un sacerdote numerario del Opus Dei. Por la tarde la
del Obispo junto a uno de los Vicarios diocesanos. No sé cómo me habrán
encontrado, pero no ha sido mi mejor día.
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