domingo, 4 de noviembre de 2012

Diario (19) Un día en prisión vale mil otoños fuera


Desde hace algunos días vivimos en la planta superior del módulo. Sólo había una reclusa. Han fijado una reja metálica en el centro del pasillo y nos han dado orden de trasladamos a unos cuantos, diez en total. Las celdas son totalmente nuevas, no se habían estrenado hasta ahora. Nos ha costado convencer al ciego. Está tan acostumbrado a su chabolo que supone no poder adaptarse a otro. Nuestro interno de apoyo se desespera. Discuten. Con el cabo tomo la determinación de hacer que el ciego nos acompañe. Una vez allí, comprueba por sí mismo que no hay diferencia entre una celda y otra. Se persuade y accede, por fin, al cambio. El interno de apoyo y yo trasladamos sus cosas. Después de hacer una limpieza a fondo colocamos las taquillas y camas en el mismo orden en que se encontraban en la antigua celda. El ciego únicamente echará de menos el canto de los pájaros cada mañana.
A partir de ese momento tendremos mayor tranquilidad. Podremos dejar abiertas nuestras celdas sin miedo a que nos falte nada o a que entre algún extraño. El nivel de confianza y comunicación será cada vez mayor entre quienes nos hemos trasladado. La limpieza en el pasillo y donde hacemos la colada será extrema. Gozaremos de orden, silencio, respeto, afabilidad... Esta zona se convierte para nosotros en una especie de residencia. Los momentos más agradables, incluso algunos de carcajadas, se darán aquí. Nos integramos a manera de una original familia en la que cada uno coopera para que todo vaya sobre ruedas.
Regularmente, antes de que nos chapen, paseamos por el pasillo contando anécdotas. Uno de los días en que más reímos, después de tomar el pelo al licenciado por el pijama de rayas que lleva puesto, comienza a realizar actuaciones típicas del mejor espectáculo humorístico del que se pueda hacer gala. Con la toalla a modo de montera, el pantalón izado como si fuera un torero y unas expresiones corporales inigualables, no nos dejaba tiempo a respirar y nos dolía el vientre y la cabeza de tanto reír.
En otra ocasión, mi interno de apoyo se animó a proporcionamos unas exhibiciones de baile, desde el estilo Mickel Jackson hasta la mismísima danza del vientre. Verlo a él, contorsionando un cuerpo que parecía elástico, era un entretenimiento, descubrir al cabo o al teñido, este último de setenta años, tratando de imitarlo, un auténtico circo.
El uno de noviembre se convierte en una de esas fechas en la que más me cuesta sonreír.  Para los cristianos, junto al día dos, es una jornada de entrañable dimensión espiritual: unirnos a la comunión de todos esos seres queridos que gozan ya de la dicha que no tiene fin y que alienta nuestra esperanza en el futuro, y recordar y orar por quienes han convivido con nosotros a lo largo de algunos años aquí en la tierra.  Mi padre y yo, en este primer día del mes, hemos celebrado siempre nuestra onomástica con una comida en familia. Ha sido, hasta hoy, uno de esos días amables que la vida nos regala. Es la primera vez que no lo podemos celebrar juntos. Me han hecho llegar el regalo de rigor y, junto a él, uno especial que adornará, en adelante, el tablero de mi celda: unos dibujos y letras de mis sobrinas. No puedo contener mis emociones y me asaltan los recuerdos.
Sí, también quienes pertenecemos a esta casta, la de los curas, nos enternecemos con las singulares y sencillas muestras de afecto y cariño que nos dedican quienes nos quieren y admiran, aunque no nos entiendan. Tampoco es preciso entender a las personas y sus opciones para quererlas y respetarlas.
Tengo dos sobrinas, de ocho y cuatro años. Las echo enormemente de menos. En días tan singulares, más aún. Para mí, sacerdote, son ese componente afectivo que completa más mi vida. No me importa hablar de ellas. Como suele decirse, me cae la baba cuando lo hago. Y me da igual que me cuenten el mismo chistecito de siempre, ése de que a los sacerdotes todos nos llaman padre, menos los hijos que nos llaman tío.
Desde el pasado veintitrés de octubre sólo he tenido ocasión de estar con la familia el sábado veintisiete en locutorios. Por teléfono sí hemos conversado. Es por este medio, contadas las veces, cuando he podido hablar con las niñas, porque coincidieran en casa al llamar, o con algún amigo o amiga, o con nuestra empleada de hogar, que es ya una más de la familia. Precisamente he sido yo quien asistió a su matrimonio con un vecino y amigo. Desde que este infierno ha comenzado siempre se ha mostrado pendiente hasta del más mínimo detalle. Es un encanto. También la picaresca se cierne sobre las buenas y entregadas mujeres que trabajan como empleadas de hogar en las casas de los sacerdotes. Habría que hacerles un homenaje por la valentía con que se enfrentan a toda clase de rumores, cuchicheos y chismes.
Un mes de reclusión me hace sentir el peso del tiempo. Un proverbio vietnamita da mil vueltas hoy en mi cabeza: “un día en prisión vale mil otoños fuera”. Este puente de noviembre se hace especialmente largo. Aunque alguno de los días es de precepto, sólo yo puedo celebrar la Santa Misa porque no está previsto ni autorizado que los reclusos asistan más que los domingos. 

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