Acabo de
celebrar la santa Misa. Es casi la hora de comer y me indican que debo acudir
al locutorio de abogados. Es mi anterior
abogado. Ha venido a visitar a uno de sus clientes y decide saludarme.
Mantenemos un corto diálogo en el que se interesa por mi situación y me desea
suerte. Me refiere lo que ya me ha contado en su carta, ninguna novedad. Aunque serían muchas las cuestiones que
desearía plantearle, no formulo ninguna.
Ningún reproche, ninguna objeción.
Ejerzo, porque así me aconsejó mi nuevo letrado si esta ocasión llegara,
una diplomacia digna de las más altas instancias vaticanas. Y es que, al
parecer, “cualquier comentario que se le
escapara en determinados ambientes judiciales podría favorecerme o perjudicarme
enormemente”. Sí, somos clientes,
pagamos una minuta, tenemos derecho a ser defendidos por un profesional pero…
Me
he quedado sin comer. Me voy al economato donde el griego me prepara un café. Presume de hacer los mejores cafés de la
cárcel. Hago un acto de fe para creerlo ya que no he tenido ocasión de
comprobarlo. Lo cierto es que tampoco me interesa demasiado. Para restar
importancia al enfado con el que llego, comienza a hablarme de los abogados que
él ha contratado. “¡Cincuenta millones de
pesetas como minuta! y ya ves que eficaces”, me dice. Después suelta unos
cuantos exabruptos para referirse a ellos. Como estamos los dos solos se
explaya a gusto. Me recuerda lo del respetable profesor de Derecho que dice a
sus alumnos que lo más importante de ser abogado es saber que, se gane o se
pierda, en todos los casos se cobra. Y me habla de las tres preguntas que todo
abogado hace siempre: “¿tiene usted dinero?”,
“¿puede conseguir más dinero?” y “¿tiene algo que pueda vender?”. Continúa
hablándome de las leyes de España y de Grecia y afirma que ha tenido suerte al
ser condenado en nuestro país. Allá no se andan con tonterías, si a alguien le
aprehenden con un alijo de droga, hierba o cocaína, no hay quien le saque de
encima treinta años de condena. Distinguen, dice, entre narcotraficante y el “pobre diablo” que sólo consume. “¿Te parece normal que con dieciséis
toneladas de marihuana me caigan cuatro años y a un pobre diablo, por llevar un
poco más de la dosis permitida para consumo propio de coca, le caigan nueve?
¡No hay derecho!” No se trata de un
ejemplo al azar, justamente se está refiriendo a su caso y al de un interno que
está en este mismo módulo. Considera que un toxicómano no debería pisar una
cárcel y que deberían ser otras instituciones las que se ocuparan de ellos. De
acuerdo en esto último, pero no puedo dejar de aludir a la responsabilidad que
los traficantes tienen en todo esto. Se sincera conmigo y me habla de su vida.
Finalmente, refiriéndose a mi causa, terminará por abordar el tema de la Ley de
protección al menor y dirá no entender que a jóvenes de quince y dieciséis años
se les considere “adultos” para unas
cosas y “niños” para otras. Leyes así dan
“carta blanca para que hagan lo
que les viene en gana, en vez de
proteger les conceden impunidad total.”
Cuando
se vive una situación de injusticia se aviva el fuego, la pasión personal por
la justicia, y se siente la necesidad de que no se sofoque y se olvide, como si
sólo fuera la pretensión de algún loco idealista. Anacarsis, un filósofo escita
del s. V a. C. exclamaba: “Muchas veces
las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan prendidos en
ellas; los grandes las rompen”. ¿Acaso no se ha embotado en nuestra
sociedad, ante el desorden que nos rodea, la sensibilidad para lo humano, para
la justicia? Demasiadas veces nos resignamos a contemplar la realidad como
observadores imparciales.
Desde
la perspectiva cristiana, la causa del desorden de nuestro entorno no es otra
que el pecado. ¡Pecado! Tanto la palabra como la realidad de su existencia ha
sido olvidada y relegada al abandono. ¿Quién se atreve a hablar de pecado? Los
mismos fieles, que habitualmente llevan a cabo prácticas de piedad y acuden
asiduamente a las celebraciones dominicales, se ríen cuando oyen pronunciar
este término. ¿Cuántas veces, en un confesonario, se comienza con un “yo no tengo pecados, pero…”?
Isaac
Newton llegó a decir: “Considero la
Sagrada Escritura como la más sublime filosofía”. Hoy, lo más fácil, es
encontrarnos a cualquier charlatán capaz de considerarla como una escritura
obsoleta, trasnochada, caduca. Sin embargo, la Sagrada Escritura nos da razón
cierta de la causa del desorden de la sociedad y del mundo. La soberbia es no
sólo el más importante, sino el comienzo de todo pecado. Aquel “seréis
como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn. 3, 5), será el
desencadenante del pecado de la humanidad. El hombre será propenso a ver en
Dios una propia limitación y no la fuente de su liberación, en expresión de San
Agustín “amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios” (De civitate Dei 14, 28) ¿No lo vemos confirmado en
nuestros días, en los que ideologías ateas intentan desarraigar la religión
basándose en el presupuesto de que determina la radical “alienación” del hombre? Es Juan Pablo II quien nos recuerda que “El hombre no puede decidir por sí mismo lo
que es bueno y malo, no puede conocer el bien y el mal como si fuera Dios… Al
hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia…” (cfr. Dominum et vivificantem, nn 33-36).
Es
el Espíritu Santo quien nos da en cada circunstancia la gracia necesaria para
vencer: “cuando luchamos, Dios no está de
espectador, como está el público ante los jugadores. Dios ayuda”, dice San Agustín (sermón
128, 9).
La
comprensión de esta realidad, el pecado como causa del desorden, el don del
Espíritu Santo para ayudar a discernir entre el bien y el mal, será la que me
ayude a seguir luchando en esta situación. A pesar de la debilidad física, a
pesar de las contrariedades, aunque a mi alrededor no descubra más que injusticia y desorden, no estoy solo. Hace años, desde el seminario
menor, quedó grabada en mi memoria aquella frase: “guarda un orden y el orden te guardará”. Igual que en la calle, es
necesario en la prisión mantener un orden, tanto en lo externo como en lo
interno. Aprovecho los martes de cada semana para hacer mi charla espiritual
con el capellán. Es una ocasión privilegiada para consultar sobre los aspectos
concretos de mi vida espiritual y para confesarme. “Conversad
con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la
reconciliación en el sacramento de la penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre
de Cristo en la Eucaristía… Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la
unidad interior, y encontraréis al “Tú” que cura las angustias, las
preocupaciones y ese subjetivismo salvaje que no deja paz”, escribe Juan
Pablo II.
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