lunes, 22 de octubre de 2012

Diario (9) Enfermería


El módulo de enfermería consta de tres plantas. En la baja, además de la cabina de seguridad, donde se alojan los funcionarios,  se encuentran los despachos, una sala de curas, la farmacia y un pequeño gimnasio.  Los internos no tenemos autorización de entrada a todas las zonas. Una puerta da paso a un patio rodeado de altos muros que se rematan en cierres de alambres espinados. En la planta primera, donde me hospedo, se encuentran las celdas, un office desde donde se reparten las comidas, un comedor, un par de salas comunes de usos múltiples, un cuarto de limpieza, un despacho médico, que en muy contadas ocasiones se abrirá, y el economato. También, en esta planta, hay una cabina de seguridad igual a la de la planta baja, donde, supuestamente, debería haber algún funcionario. Se comunican por un acceso interno. Sólo se utiliza un día a la semana cuando se nos hace entrega del peculio, nunca más de diez mil pesetas en billetes del centro penitenciario. En la segunda planta se alojan las mujeres, que acceden por una escalera distinta desde la planta baja.
He de compartir celda con dos reclusos: mi interno de apoyo, un joven de veintiséis años, y un invidente, de sesenta y cuatro. Este último, el mismo día de mi llegada, se dirige a mí para, confidencialmente, decirme: “D. Edelmiro usted es sacerdote. Malamente sé rezar el Credo, el Avemaría y el Padrenuestro… pero quiero confesarme”. Mi corazón da un vuelco. ¿Qué estoy oyendo? En una cárcel, un recluso ciego es capaz de descubrir en un clérigo en prisión preventiva, acusado de presuntos abusos sexuales a menores, una ocasión singular para reconciliarse con Dios. Sólo puedo repetir, interiormente, una jaculatoria que, a modo de súplica, vengo diciendo desde marzo: Domine, ut videam!
Las llamadas a través de la megafonía se suceden al día siguiente de mi ingreso: he de acudir a la consulta médica, al despacho de la psicóloga, a una entrevista con el educador. La psicóloga volverá a llamarme en un par de ocasiones más durante mi estancia. Con la psiquiatra no tendré consulta hasta una o dos semanas después, puesto que acude a prisión cada quince días.
Los primeros días salgo poco de mi celda. Acompañado del capellán a celebrar Misa, para acercarme al economato a comprar tabaco o para acudir a la llamada de los funcionarios. El interno de apoyo es quien se encarga de traernos el desayuno, la comida y la cena. No quiero llamar demasiado la atención. El capellán me ha aconsejado tratar de pasar lo más desapercibido que pueda, aunque me advirtió que, pronto, todos sabrán quién soy. Tememos la reacción de los reclusos que, contra quienes son acusados de delitos de esta naturaleza, pueden llegar a ser violentos. En mi caso se da la agravante de que soy sacerdote.
El 3 de octubre, como cabía esperar, la noticia de mi ingreso en prisión es publicada en prensa. Alguien se dirige a mí con voz airada: “¡oye, tú! ¿Eres el cura? Tengo que hablar contigo. ¿Qué es eso que dice el periódico sobre que te has pasado con unos chavales? ¿Chavales o chavalas? Porque yo tengo una hija allí”. Procurando no perder los nervios le pregunto por su hija. La conozco. Y también a la abuela de la niña. “¿Mantienes contacto con tu familia?” –pregunto-, “¿sueles llamarles por teléfono?”. Me responde que sí y le invito a telefonear y a averiguar qué le explican. Cuando regresó, con la cabeza inclinada sin atreverse a mirarme a la cara, en un tono totalmente distinto al anterior, me dijo: “Perdóneme. Ya estoy enterado de que son unos sinvergüenzas los que le han denunciado. ¿Por qué le han hecho esto? Todo el mundo, me ha dicho mi madre, está a su favor. Perdóneme”. A partir de este día, tenía que ser yo quien le preguntase cómo se encontraba y si necesitaba algo. Me respondía siempre con tono y gesto acobardado y no volvió a hacer ningún comentario al respecto.
Otro interno se acerca a mí para tranquilizarme: “Oye, ya sabes cómo son las pirañas estas de la prensa. No dejes que te afecte. Además, aquí dentro, el que esté libre… que tire la primera piedra. Piensa que hay muchos que están a tu favor, también lo dice la prensa”. Me invita a no permanecer escondido en mi chabolo  -así llamamos a la celda en el argot carcelario- y a salir hasta el economato y a pasear por el pasillo. Me cuenta que es licenciado en Historia y hablamos de distintos temas. Me trae unos papeles fotocopiados del “Enchiridion Leonis Papae” y me explica que cada día recita una oración del Papa León III: una “oración muy eficaz para alcanzar una pronta libertad los que se hallen presos por cualquier causa, si no es por asesinato”. Le pido que me la deje transcribir y aprovecha para preguntarme por el significado de algunos términos –Adonay, Tetragrámaton, Liburna y Saday-. También yo comenzaré a recitarla diariamente y tendré ocasión de copiarla para algún que otro recluso que me la solicitará.
Mi interno de apoyo se muestra preocupado por mí. No me deja ni a sol ni a sombra –aunque aquí más bien todo es sombra-. Está empeñado en saber si alguien más se ha dirigido a mí para reprocharme algo. Aunque le ruego que se tranquilice e insisto en que nadie más me ha recriminado por nada, no queda muy satisfecho. Más que un interno de apoyo parece mi guardia personal. En toda la noche apenas me deja dormir. No se reprimirá a la hora de hablar. Después de indicarme cómo he de comportarme ante quienes nos rodean, me irá orientando, con todo lujo de detalles, sobre a quiénes se les puede otorgar alguna confianza y a quiénes no.  No dejará de puntualizar machaconamente en que sólo se puede confiar en sí mismo y en que cada uno va a lo suyo. Para él, en la cárcel, existen tres clases de individuos: los funcionarios, con los que hay que mantener una prudente distancia y un incondicional respeto; los internos, que son únicamente aquellos que, respetando y haciéndose respetar, tratan de sobrellevar la situación con dignidad y, por último, los diabólicos, los que hostigan, no colaboran con nada ni nadie y se preocupan sólo de tener el suficiente peculio para poder estar continuamente colocados. A continuación de esta descripción, mucho más detallada y adornada, sobre los inquilinos de esta particular residencia, se consagrará a exponerme su personal historia. Lo hará a lo largo de sucesivas noches. Una no da para tanto. Aunque el ciego comparte nuestra celda, desde las diez de la noche, si no antes, ronca a sus anchas sin enterarse de nada.  


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