El módulo de enfermería consta
de tres plantas. En la baja, además de la cabina de seguridad, donde se alojan
los funcionarios, se encuentran los
despachos, una sala de curas, la farmacia y un pequeño gimnasio. Los internos no tenemos autorización de entrada
a todas las zonas. Una puerta da paso a un patio rodeado de altos muros que se
rematan en cierres de alambres espinados. En la planta primera, donde me
hospedo, se encuentran las celdas, un office desde donde se reparten las
comidas, un comedor, un par de salas comunes de usos múltiples, un cuarto de
limpieza, un despacho médico, que en muy contadas ocasiones se abrirá, y el
economato. También, en esta planta, hay una cabina de seguridad igual a la de
la planta baja, donde, supuestamente, debería haber algún funcionario. Se
comunican por un acceso interno. Sólo se utiliza un día a la semana cuando se
nos hace entrega del peculio, nunca más de diez mil pesetas en billetes del
centro penitenciario. En la segunda planta se alojan las mujeres, que acceden por
una escalera distinta desde la planta baja.
He de compartir celda con dos
reclusos: mi interno de apoyo, un joven de veintiséis años, y un invidente, de
sesenta y cuatro. Este último, el mismo día de mi llegada, se dirige a mí para,
confidencialmente, decirme: “D. Edelmiro
usted es sacerdote. Malamente sé rezar el Credo, el Avemaría y el Padrenuestro…
pero quiero confesarme”. Mi corazón da un vuelco. ¿Qué estoy oyendo? En una
cárcel, un recluso ciego es capaz de descubrir en un clérigo en prisión preventiva,
acusado de presuntos abusos sexuales a menores, una ocasión singular para
reconciliarse con Dios. Sólo puedo repetir, interiormente, una jaculatoria que,
a modo de súplica, vengo diciendo desde marzo: Domine, ut videam!
Las llamadas a través de la megafonía
se suceden al día siguiente de mi ingreso: he de acudir a la consulta médica,
al despacho de la psicóloga, a una entrevista con el educador. La psicóloga
volverá a llamarme en un par de ocasiones más durante mi estancia. Con la
psiquiatra no tendré consulta hasta una o dos semanas después, puesto que acude
a prisión cada quince días.
Los primeros días salgo poco de
mi celda. Acompañado del capellán a celebrar Misa, para acercarme al economato
a comprar tabaco o para acudir a la llamada de los funcionarios. El interno de
apoyo es quien se encarga de traernos el desayuno, la comida y la cena. No
quiero llamar demasiado la atención. El capellán me ha aconsejado tratar de
pasar lo más desapercibido que pueda, aunque me advirtió que, pronto, todos sabrán
quién soy. Tememos la reacción de los reclusos que, contra quienes son acusados
de delitos de esta naturaleza, pueden llegar a ser violentos. En mi caso se da
la agravante de que soy sacerdote.
El 3 de octubre, como cabía
esperar, la noticia de mi ingreso en prisión es publicada en prensa. Alguien se
dirige a mí con voz airada: “¡oye, tú!
¿Eres el cura? Tengo que hablar contigo. ¿Qué es eso que dice el periódico
sobre que te has pasado con unos chavales? ¿Chavales o chavalas? Porque yo
tengo una hija allí”. Procurando no perder los nervios le pregunto por su
hija. La conozco. Y también a la abuela de la niña. “¿Mantienes contacto con tu familia?” –pregunto-, “¿sueles llamarles por teléfono?”. Me
responde que sí y le invito a telefonear y a averiguar qué le explican. Cuando
regresó, con la cabeza inclinada sin atreverse a mirarme a la cara, en un tono
totalmente distinto al anterior, me dijo: “Perdóneme.
Ya estoy enterado de que son unos sinvergüenzas los que le han denunciado. ¿Por
qué le han hecho esto? Todo el mundo, me ha dicho mi madre, está a su favor.
Perdóneme”. A partir de este día, tenía que ser yo quien le preguntase cómo
se encontraba y si necesitaba algo. Me respondía siempre con tono y gesto
acobardado y no volvió a hacer ningún comentario al respecto.
Otro interno se acerca a mí
para tranquilizarme: “Oye, ya sabes cómo
son las pirañas estas de la prensa. No dejes que te afecte. Además, aquí
dentro, el que esté libre… que tire la primera piedra. Piensa que hay muchos
que están a tu favor, también lo dice la prensa”. Me invita a no permanecer
escondido en mi chabolo -así llamamos a
la celda en el argot carcelario- y a salir hasta el economato y a pasear por el
pasillo. Me cuenta que es licenciado en Historia y hablamos de distintos temas.
Me trae unos papeles fotocopiados del “Enchiridion
Leonis Papae” y me explica que cada día recita una oración del Papa León
III: una “oración muy eficaz para
alcanzar una pronta libertad los que se hallen presos por cualquier causa, si
no es por asesinato”. Le pido que me la deje transcribir y aprovecha para
preguntarme por el significado de algunos términos –Adonay, Tetragrámaton, Liburna y
Saday-. También yo comenzaré a recitarla diariamente y tendré ocasión de
copiarla para algún que otro recluso que me la solicitará.
Mi interno de apoyo se muestra
preocupado por mí. No me deja ni a sol ni a sombra –aunque aquí más bien todo
es sombra-. Está empeñado en saber si alguien más se ha dirigido a mí para
reprocharme algo. Aunque le ruego que se tranquilice e insisto en que nadie más
me ha recriminado por nada, no queda muy satisfecho. Más que un interno de
apoyo parece mi guardia personal. En toda la noche apenas me deja dormir. No se
reprimirá a la hora de hablar. Después de indicarme cómo he de comportarme ante
quienes nos rodean, me irá orientando, con todo lujo de detalles, sobre a
quiénes se les puede otorgar alguna confianza y a quiénes no. No dejará de puntualizar machaconamente en que
sólo se puede confiar en sí mismo y en que cada uno va a lo suyo. Para él, en
la cárcel, existen tres clases de individuos: los funcionarios, con los que hay que mantener una prudente distancia y
un incondicional respeto; los internos,
que son únicamente aquellos que, respetando y haciéndose respetar, tratan de
sobrellevar la situación con dignidad y, por último, los diabólicos, los que hostigan, no colaboran con nada ni nadie y se
preocupan sólo de tener el suficiente peculio para poder estar continuamente colocados. A continuación de esta
descripción, mucho más detallada y adornada, sobre los inquilinos de esta
particular residencia, se consagrará a exponerme su personal historia. Lo hará
a lo largo de sucesivas noches. Una no da para tanto. Aunque el ciego comparte
nuestra celda, desde las diez de la noche, si no antes, ronca a sus anchas sin
enterarse de nada.
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