domingo, 21 de octubre de 2012

Diario (8) Ingreso en prisión


Cámaras de vigilancia, personal de seguridad, rejas automatizadas. El automóvil se detiene. Desciendo y me llevan al módulo de ingresos. Un funcionario revisa la bolsa de viaje que mi madre ha preparado a toda prisa y me ha entregado en los juzgados. Me retienen las camisas de cleriman, la máquina de afeitar y el masaje para después del afeitado. Como el veintiséis de marzo en el cuartel de la Guardia Civil, volverán a retratarme, medirme y tomarme las huellas digitales. Me solicitan el dinero que traigo para cambiarlo por unos billetes, a modo de los del Monopoly, que están plastificados y sellados por la administración: el peculio del centro penitenciario. Me hacen entrega, en una pequeña bolsa plástica, de distintos utensilios de aseo, un rollo de papel higiénico y unos cubiertos de plástico. El capellán, que ha llegado a recibirme, se ha encargado de retirar los preservativos, que entran también en el lote de acogida. Después me requieren el DNI y me facilitan un carné, el NIS,  el número interior de seguridad que nos identifica.
Soy un recluso, un interno del Centro Penitenciario de alta seguridad de A Lama. Atrás queda el mundo hasta ahora conocido. Uno inexplorado e insólito, que nunca he tenido intención de frecuentar, se abre ante mí.
El funcionario establece que debo seguir un "protocolo de suicidio", un Plan de Prevención de suicidios, PPS, por lo que me envían al módulo de enfermería y me asignan a un interno de apoyo.
Mientras realizamos el trayecto hacia el módulo, acompañado por el capellán de prisión, pienso que mi vida no tiene ya sentido. El temor marca estos primeros momentos, un temor que se une a la confusión y a los sentimientos de deshonra, indignidad y humillación. ¡Con que facilidad puede derrumbarse todo lo que una persona ha ido construyendo con denodado tesón! Una mentira es poderosa. Más que mil verdades esgrimidas en tu defensa. Una tremenda desazón hiere mi alma. Se preferiría la muerte a tener que pasar semejante vejación. "¿Dónde estoy? ¿Por qué? ¿Dónde está mi Dios?". Un Réquiem suena en mi interior. ¡Todo ha muerto! ¿Dónde está la vida? ¿Dónde una luz? ¡Todo es cruz! Dolor, sufrimiento, angustia, ansiedad, desconsuelo, tristeza, llanto,...
Estamos frente a la entrada de la enfermería. Dos enormes puertas enrejadas y acristaladas han de abrirse para dejarnos paso hacia un hall dominado por una cabina en la que un funcionario vigila y aprieta las teclas que las abren y cierran. Una vez dentro, otras dos puertas, de parecidas características a las anteriores, nos darán acceso a una escalera por la que subir a la planta en la que se encuentran las celdas. Otra puerta más ha de abrirse aún para acceder a un largo pasillo. Las cámaras instaladas ante ellas permiten al funcionario saber cuándo llegamos.
La celda es amplia. Al entrar, a la derecha, un pequeño habitáculo donde se encuentran la ducha y un lavabo. A la izquierda, otro de iguales dimensiones contiene la letrina y otro lavabo. Cuatro camas de hospital, unas mesas con ruedas, en las que se puede depositar una bandeja, sillas de plástico y taquillas metálicas componen el mobiliario. Hay tres ventanas con barrotes que dan hacia un módulo que llaman sociocultural. La celda está limpia. Un interno que se encarga del mantenimiento del módulo me hace entrega de unas sábanas, una manta y una colcha. Otro interno, mi interno de apoyo, me ayuda a hacer la cama y a colocar en una de las taquillas mis pocos enseres. Estoy instalado en mi nueva residencia.
No tengo idea de qué hora es. Me he venido sin reloj y no sé a qué ritmo pasa el tiempo. No he comido pero tampoco tengo apetito. El capellán me guía, en este momento, hacia la capilla; para que pueda celebrar la Santa Misa. Mientras nos dirigimos allí me va instruyendo acerca de cómo he de comportarme en este ambiente. Nos detenemos para que me presente a dos reclusos que encontramos en el pasillo. Uno de ellos me insistirá en que deje atrás los prejuicios y piense en mí mismo, en nadie más.
Mi primera Misa en prisión tiene un sabor substancialmente nuevo. No hay palabras que puedan expresar con exactitud lo que irrumpe en mi interior. Con lágrimas incontenidas, balbuceo esas misteriosas palabras tan añejas y novedosas a su vez: “…esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros…, éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. En el centro mismo de una prisión de alta seguridad, los gestos y palabras de mi sacerdocio me hacen albergar la maravillosa e incomprensible presencia del Señor, en su Cuerpo, en su Alma, en su Sangre, en su Divinidad. ¡Qué gran misterio! ¡Sí! Mi primera Misa aquí marca claramente un principio y un final. Las palabras tantas veces repetidas a lo largo de mis diez años de ministerio me suenan de un modo como recién estrenado ahora. Esas expresiones renovadoras, reconfortantes: “no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya…”, “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos…”, “la Paz os dejo, mi Paz os doy”… me ayudarán a descubrir un Rostro nuevo del Señor. El Señor “prisionero” de mi voz y de mis manos, el Señor “encarcelado” en los sagrados dones del Pan y Vino de la Eucaristía.
Como Santo Tomás, en aquél precioso himno compuesto en honor del Cristo Eucarístico, repito: “En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido”. Como Monseñor Van Thuan podré llegar a expresar: “…la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana… Jesús eucarístico ayuda inmensamente con su presencia silenciosa… La fuerza del amor de Jesús es irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina bajo tierra durante la tempestad… Ofrezco la Misa junto con el Señor. Cada vez que ofrezco la Misa tengo la oportunidad de extender las manos y de clavarme en la cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo…”.
La víspera de la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, una renovada ilusión interior nacida de la celebración de la Eucaristía, marcará profundamente mi supervivencia en esta nueva existencia que acaba de empezar. Una renovada ilusión que no tardará, incluso, en dejarse percibir, ya que pasaré de las lamentaciones, quejas y lágrimas a un nuevo estado que, aunque ansioso, me dejará tratar de tú a tú a mis nuevos compañeros de residencia. 

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