sábado, 20 de octubre de 2012

Diario (7) Camino a prisión


¡Una vez más detenido! He de esperar la llegada de la Guardia Civil. Esta vez no es la policía judicial de paisano en un automóvil camuflado, sino una pareja de la benemérita, en su coche policial, quien se encarga de mi custodia y traslado. Tampoco en esta ocasión me esposan. El coche cruza velozmente la ciudad, haciendo sonar la sirena para no tener que detenerse en los cruces ni semáforos. Penetrantes e hirientes, siento las miradas curiosas de los viandantes sobre mí. También las de los conductores de los vehículos que circulan a nuestro lado. Por fin llegamos a la entrada de la autopista. En la parte posterior del vehículo, aislada de los guardias por una mampara, sobre unos asientos plásticos e incómodos, con la cabeza gacha, los ojos inundados y en silencio absoluto, pasan por mi pensamiento innumerables conjeturas. Un sentimiento de vergüenza y humillación se apodera de mí y, al llegar al peaje, de nuevo ese dolor tan particular al sentirme observado por el empleado de autopista.
El coche toma ya una carretera familiar para mí. Es la que, años antes, transité en cantidad de ocasiones, cuando era administrador de las que fueron mis primeras parroquias en la diócesis. Me asaltan los recuerdos. En especial, viene a mi memoria aquella primera vez que, con casi un centenar de fieles, recorría este mismo camino, en peregrinación, a pie, a Santiago de Compostela. ¿Dónde ha quedado la energía de entonces? ¿Dónde aquellas ilusiones primeras? ¿Quién puede imaginar, de entre mis antiguos feligreses, que en este coche policial va detenido y custodiado ahora el que fue su consejero y pastor? ¿Tiene algún significado especial que se convierta en la última senda antes de ingresar a prisión? Agarro con fuerza el crucifijo y una medalla de la Virgen que llevo en mi bolsillo. Son todo cuanto poseo. Son los únicos que pueden acompañarme ahora. Llega a mi memoria aquella frase de la Escritura,  “ha sido contado entre los malhechores”  (Lc. 22, 37), y, en mi interior, exclamo, quizás con más sinceridad que nunca: “El Señor es el lote de mi heredad, mi suerte está en su mano”.
Sigo absorto en los recuerdos y en estos pensamientos cuando llegamos a nuestro destino.  

“Señor, mis ojos están vueltos a ti
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido, 
de la trampa de los malhechores” (Salmo 140) 




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