Seis meses desde que esta
situación ha comenzado. Personas en las que había depositado mi confianza me decepcionan.
Otras, que me muestran todo su afecto y cariño, me hacen descubrir que sienten
por mí algo más que una simple amistad. La confusión se hace mayor. Mi vida es
zarandeada, un barullo de ideas me va dejando sin rumbo, sin saber hacia dónde
debo dirigirme. No sé cómo he de actuar y cómo mostrarme ante quienes me
rodean. Una época de incertidumbres, de desasosiego, de búsqueda a ciegas.
Reacciones absurdas me harán conducirme de un modo inusual hasta entonces.
Estoy desorientado. Me siento como una caña agitada por el viento, como un
barco en alta mar que navega a la deriva en medio de una terrible tempestad.
El Obispo volverá a ponerse en
contacto conmigo para interesarse por mi situación. También lo hace el Delegado
Episcopal de Enseñanza. Decidirán no removerme del puesto de profesor del
Instituto en el que impartía clases. Como no tengo que acudir, por estar de
baja laboral, después de firmar la renovación del nombramiento en la Delegación
de Enseñanza de Pontevedra, donde no ponen ninguna objeción, se informa a la
dirección del Instituto que se enviará, como el pasado curso, a una profesora
sustituta.
Siempre había oído decir que
somos iguales ante la ley, que toda persona es inocente mientras no se
demuestre lo contrario. Los hechos me dirán que la realidad, sin embargo, no es
esa.
El día uno de octubre, como es
costumbre desde marzo, me dirijo a los
juzgados para firmar y, así, cumplir con la presentación obligada. Estoy en el
aparcamiento donde estaciono el automóvil cuando mi abogado telefonea. Dice que le han dejado un mensaje en su
contestador para que a las once de la mañana comparezcamos ante la Jueza. Imagino
que son buenas noticias y que, por fin, se ha llegado a la conclusión de todo
este absurdo.
Cuando llega mi letrado, junto
con la abogada de la acusación, que ni siquiera se ha dignado saludarme,
entramos al despacho de la Instructora. En medio de un ambiente tenso, la juez comienza la lectura a un nuevo Auto.
Auto de Procesamiento por considerar que existen indicios contra mí como autor
responsable de nueve presuntos delitos de abusos sexuales con prevalimiento y
tres presuntos delitos de agresión sexual, dos en grado de tentativa y el
tercero consumado. Acto seguido leerá también un Auto de Prisión Provisional comunicada
y sin fianza.
¡No! No puedo creer lo que
estoy oyendo. No reacciono. Lo único que le respondo a la Instructora, cuando
me pregunta si tengo algo que alegar, es que no sé para qué se han llamado a
los testigos y para qué se me ha hecho declarar si únicamente ha tenido en
cuenta las declaraciones de los muchachos que me acusan. “¡No estoy, en absoluto, de acuerdo con esta resolución!”. Mi
abogado argüirá el derecho de todo ciudadano a la presunción de inocencia y a
no vulnerar su libertad, uno de los derechos fundamentales recogido por la
Constitución. Nada cambia. "Que
conste en acta", dictaminará la juez.
Seis meses después de que se
presenta la denuncia y da comienzo esta extraña Instrucción, se ordena mi
ingreso en prisión. Telefoneo a mi hermana. Perpleja y sin respuesta, con
arrojo, decide ir a buscar a mi madre, quien se encontraba trabajando y ya, más
o menos, repuesta del susto que se había llevado en marzo. Pronto aparecen en el
juzgado junto a mi padre, un compañero de curso, sacerdote, y una compañera de
instituto. Ninguno damos crédito a lo que está ocurriendo. Nuestras miradas,
unánimes, se dirigen hacia el letrado que se encarga de mi defensa. Él sólo
puede decir: "en veinticinco años de ejercicio es la primera vez que
algo así me sucede".
Tiempo suficiente para despedirme
y, a pesar del gran esfuerzo por mantener la calma, sollozos, lágrimas,
abrazos. Se me conduce hasta el calabozo.
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