sábado, 27 de octubre de 2012

Diario (13) La honda y el cayado...por la cruz


Ya he decidido acudir al comedor, en lugar de comer en mi celda, y visitar el economato, no sólo para comprar tabaco sino para charlar un rato mientras, con calma, tomo un café o un biofrutas.  Caminar por el pasillo para poder conversar con quien se me acerca deja de ser inusual.  El miedo inicial va desapareciendo, si bien no llega a perderse del todo, y paulatinamente voy conectando con mis compañeros de residencia. Se convierte en un nuevo reto para mí el explorar este desconocido mundo.
Además del ciego, mi interno de apoyo, el cabo y el licenciado, tendré oportunidad de ir tratando y conociendo al griego, al entrenador, al hijo del cabo, al patrón de pesca, al teñido, al chatarrero… e, incluso, a algunos de los que mi camarada de celda llama diabólicos. No son pocos los que se van acercando para exponerme sus preocupaciones e inquietudes, para hacerme partícipe de su propia historia describiéndome el camino que los ha traído a este lugar. Alguno me lleva hasta su chabolo, algo inédito en prisión por tratarse de ese lugar único, casi sagrado, donde la intimidad tiene su propio espacio. Lo hace para, lejos de miradas curiosas de reclusos o funcionarios, poder explayarse más apaciblemente.
Mi interno de apoyo se equivoca con frecuencia en su particular clasificación de presos. Juzga. Y, además, lo hace por las apariencias. Por ejemplo, al patrón de pesca no lo considera diabólico, porque lo trata bien, con respeto, y porque es aseado y mantiene un trato cordial con los demás. Sin embargo, eso no lo es todo. Me disgusta lo que, con socarronería, cuentan de él en su misma presencia. Está condenado por intento de homicidio. Su mayor tormento es que sólo quedara en el intento. Asestó varias puñaladas a su mujer, mucho más joven que él, cuando se percató de que había dilapidado sus ahorros de toda una vida en aventuras con jovencitos. Cuando, en locutorios, su abogado le comunicó la buena noticia de que no le juzgarían por homicidio porque su esposa había sobrevivido, comenzó a blasfemar y a dar puñetazos de rabia.
Una percepción de la realidad y de la vida, bastante distinta de la que tenía al ingresar, comienza a germinar. Algunos de los chabolos parecen verdaderas capillas con tanta estampa decorándolos. El que más y el que menos, aunque pudiera parecer lo contrario, se agarra a la oración y a la fe. Tal vez una fe interesada y poco formada pero, en definitiva, fe. Siento que, a pesar de mi condición de recluso, podré hacer algo por quienes conviven conmigo. Comprendo que, incluso aquí dentro, el sacerdocio del que soy indigno portador, tiene razón de ser. ¡Sí! Tal vez éste sea el lugar de los condenados, pero condenados por la justicia humana no por la divina. Un escritor francés, Henri Bordeaux, subrayaba que “en la justicia siempre hay peligro; o por parte de la ley o por parte de los jueces”. ¿Acaso no lo estoy viviendo en mi propia carne? No quiero, como expresaba Charles Dickens, que la caridad comience en mi casa, y la justicia en la puerta siguiente. Yo no estoy aquí para lanzar piedras contra nadie ni para hacer juicios sobre quienes me rodean. Las palabras del Señor en el Evangelio de Lucas adquieren una fuerza especial: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos” (6, 37). Éste va a ser, en adelante, el talante que procure vivir. Continúo siendo sacerdote y, por tanto, me urge la misión, si cabe más que nunca, de salvar, de anunciar la Buena Nueva que Cristo ha venido a traer.
Un nuevo Rostro del Señor va adquiriendo personalidad en mi interior. Es el rostro misericordioso de aquel Dios anonadado que se hizo uno de los nuestros para mirar con compasión a aquella pecadora arrepentida que con sus lágrimas bañaba sus pies (Lc. 7, 36ss), aquel rostro cuyo mirar penetrante hizo reconocer a Pedro la traición que acababa de cometer provocando que llore amargamente (Lc. 22, 61-62), el mismo rostro en el que un ladrón desde la cruz sabe descubrir al Dios que acaba regalándole el Cielo (Lc. 23, 42-43).
¡Sí! Siento la invitación que se me hace a estrenar nuevos ojos para mirar a Cristo, ese Cristo que nos parece conocido pero que nunca lo es del todo. Recuerdo el reproche que le hace a la samaritana junto al pozo cuando le pide de beber: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva” (Jn. 4, 10). Es necesario sacudir mucha cómodas costumbres y rutinas de la mente para despertar de un pesado sueño con nuevos ojos, ojos de niño, para poder ver y asombrarse. Aquellos discípulos que iban de camino hacia Emaús “mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle” (Lc. 24, 15) y María Magdalena “se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús” (Jn. 20, 14) ¿No es triste que después de tanto tiempo “conviviendo” con el Señor tengamos también que oírle dirigirse hacia nosotros para amonestarnos “oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer” (Lc. 24, 25)?
¡Sí! Siento que Él ha querido ir aquilatando en este tiempo tan especial su invitación a seguirle de cerca por ese camino singular que es preciso recorrer agarrado fuertemente a la Cruz, ese camino que no es otro que Él mismo: Camino, Verdad y Vida.
He de renovar el propósito de no querer parecerme a aquellos pastores del Antiguo Testamento que iban armados con su cayado e incluso con su honda –como nos muestra el pasaje de David contra Goliat en 1 Sam. 17, 40.50-. Quiero, como el Buen Pastor, cambiar la honda y el cayado por la cruz.

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