Ya
he decidido acudir al comedor, en lugar de comer en mi celda, y visitar el
economato, no sólo para comprar tabaco sino para charlar un rato mientras, con
calma, tomo un café o un biofrutas. Caminar
por el pasillo para poder conversar con quien se me acerca deja de ser inusual. El miedo inicial va desapareciendo, si bien
no llega a perderse del todo, y paulatinamente voy conectando con mis
compañeros de residencia. Se convierte en un nuevo reto para mí el explorar
este desconocido mundo.
Además
del ciego, mi interno de apoyo, el cabo
y el licenciado, tendré oportunidad
de ir tratando y conociendo al griego,
al entrenador, al hijo del cabo, al patrón de pesca, al teñido,
al chatarrero… e, incluso, a algunos
de los que mi camarada de celda llama diabólicos.
No son pocos los que se van acercando para exponerme sus preocupaciones e
inquietudes, para hacerme partícipe de su propia historia describiéndome el
camino que los ha traído a este lugar. Alguno me lleva hasta su chabolo, algo inédito
en prisión por tratarse de ese lugar único, casi sagrado, donde la intimidad
tiene su propio espacio. Lo hace para, lejos de miradas curiosas de reclusos o
funcionarios, poder explayarse más apaciblemente.
Mi interno
de apoyo se equivoca con frecuencia en su particular clasificación de presos.
Juzga. Y, además, lo hace por las apariencias. Por ejemplo, al patrón de pesca no lo considera diabólico, porque lo trata bien, con
respeto, y porque es aseado y mantiene un trato cordial con los demás. Sin embargo,
eso no lo es todo. Me disgusta lo que, con socarronería, cuentan de él en su
misma presencia. Está condenado por intento de homicidio. Su mayor tormento es
que sólo quedara en el intento. Asestó varias puñaladas a su mujer, mucho más
joven que él, cuando se percató de que había dilapidado sus ahorros de toda una
vida en aventuras con jovencitos. Cuando, en locutorios, su abogado le comunicó
la buena noticia de que no le juzgarían por homicidio porque su esposa había
sobrevivido, comenzó a blasfemar y a dar puñetazos de rabia.
Una
percepción de la realidad y de la vida, bastante distinta de la que tenía al
ingresar, comienza a germinar. Algunos de los chabolos parecen verdaderas
capillas con tanta estampa decorándolos. El que más y el que menos, aunque
pudiera parecer lo contrario, se agarra a la oración y a la fe. Tal vez una fe
interesada y poco formada pero, en definitiva, fe. Siento que, a pesar de mi
condición de recluso, podré hacer algo por quienes conviven conmigo. Comprendo
que, incluso aquí dentro, el sacerdocio del que soy indigno portador, tiene
razón de ser. ¡Sí! Tal vez éste sea el lugar de los condenados, pero condenados
por la justicia humana no por la divina. Un escritor francés, Henri Bordeaux,
subrayaba que “en la justicia siempre hay
peligro; o por parte de la ley o por parte de los jueces”. ¿Acaso no lo
estoy viviendo en mi propia carne? No quiero, como expresaba Charles Dickens,
que la caridad comience en mi casa, y la justicia en la puerta siguiente. Yo no
estoy aquí para lanzar piedras contra nadie ni para hacer juicios sobre quienes
me rodean. Las palabras del Señor en el Evangelio de Lucas adquieren una fuerza
especial: “No juzguéis y no seréis
juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos”
(6, 37). Éste va a ser, en adelante, el talante que procure vivir. Continúo
siendo sacerdote y, por tanto, me urge la misión, si cabe más que nunca, de
salvar, de anunciar la Buena Nueva que Cristo ha venido a traer.
Un
nuevo Rostro del Señor va adquiriendo personalidad en mi interior. Es el rostro
misericordioso de aquel Dios anonadado que se hizo uno de los nuestros para
mirar con compasión a aquella pecadora arrepentida que con sus lágrimas bañaba
sus pies (Lc. 7, 36ss), aquel rostro cuyo mirar penetrante hizo reconocer a
Pedro la traición que acababa de cometer provocando que llore amargamente (Lc.
22, 61-62), el mismo rostro en el que un ladrón desde la cruz sabe descubrir al
Dios que acaba regalándole el Cielo (Lc. 23, 42-43).
¡Sí!
Siento la invitación que se me hace a estrenar nuevos ojos para mirar a Cristo,
ese Cristo que nos parece conocido pero que nunca lo es del todo. Recuerdo el
reproche que le hace a la samaritana junto al pozo cuando le pide de beber: “Si conocieras el don de Dios y quién es el
que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva”
(Jn. 4, 10). Es necesario sacudir mucha cómodas costumbres y rutinas de la
mente para despertar de un pesado sueño con nuevos ojos, ojos de niño, para
poder ver y asombrarse. Aquellos discípulos que iban de camino hacia Emaús “mientras iban hablando y razonando, el
mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle”
(Lc. 24, 15) y María Magdalena “se volvió
para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús”
(Jn. 20, 14) ¿No es triste que después de tanto tiempo “conviviendo” con el
Señor tengamos también que oírle dirigirse hacia nosotros para amonestarnos “oh, hombres sin inteligencia y tardos de
corazón para creer” (Lc. 24, 25)?
¡Sí!
Siento que Él ha querido ir aquilatando en este tiempo tan especial su
invitación a seguirle de cerca por ese camino singular que es preciso recorrer
agarrado fuertemente a la Cruz, ese camino que no es otro que Él mismo: Camino,
Verdad y Vida.
He
de renovar el propósito de no querer parecerme a aquellos pastores del Antiguo
Testamento que iban armados con su cayado e incluso con su honda –como nos
muestra el pasaje de David contra Goliat
en 1 Sam. 17, 40.50-. Quiero, como el Buen Pastor, cambiar la honda y el
cayado por la cruz.
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