Mantenerme ocupado, tratar de
aprovechar el tiempo, marcándome una disciplina y un orden, será de los primerísimos objetivos que me proponga
para esta nueva vida carcelaria.
La jornada da comienzo a las
ocho de la mañana con el recuento. El
funcionario de turno junto al interno responsable del módulo, el “cabo” de enfermería, se encargan de ir
abriendo, una a una, las puertas de las celdas. En este módulo no están automatizadas.
Son de hierro, con un gran pasador por
fuera al que se le pone un candado. En cuanto abren la primera, ya se despierta
hasta el más sordo, es tremendo el estruendo que hacen.
El desayuno se reparte desde el
office. Uno o dos internos designados por el cabo se encargan de ir llenando de café con leche o cacao la
botella -de plástico- o la taza -también
de plástico-, que, en procesión de a uno, porta cada interno que se acerca. También se le entrega un paquetito con dos
galletas. Estas procesiones matutinas de internos llaman mucho la atención por
el aspecto externo de cada uno de ellos.
Todavía somnolientos, la mayoría, aún sin ducharse, en pijama unos, en chándal
otros, ataviados de las formas más curiosas que se pueda imaginar.
Dependiendo de qué sanitario
esté de guardia, no mucho más tarde unos días, incluso una hora más tarde,
otros, llaman por megafonía para dispensar la medicación y la metadona. Es
necesario acudir a la planta baja, ordinariamente a la cabina de seguridad de
los funcionarios. Ante ellos ha de tomarse la dosis específica de la medicación
que se nos haya prescrito.
No pasan muchos días cuando me descubro, después
de levantarme y desayunar, bajando al gimnasio. Creo que no había pisado uno
desde el Seminario Menor. Alrededor de una hora de bicicleta estática, abdominales, pesas.
Después de una ducha y un café,
regreso a la celda. Hago la oración personal de la mañana y me dirijo, siempre
que el funcionario de turno me lo permita, hacia el sociocultural. Allí se
encuentra la capilla, un aula adaptada a tal efecto con capacidad para unas
cincuenta personas. Más aula que capilla. Un crucifijo cuelga de la pared
presidiendo el improvisado oratorio y una imagen de Nuestra Señora de la Merced
está hacia un lado, tras un ambón de madera desde el que se proclama la Palabra
de Dios. El altar, sencillo y digno, es también de madera. No hay sagrario. Mientras espero al capellán, pues sólo él
tiene llave de la sacristía, procuro rezar la liturgia de las horas por el
pasillo o en la biblioteca. Hay días en los que me da tiempo todavía a rezar el
rosario durante la espera. En ocasiones soy interrumpido por algún interno que
se acerca a pedirme un cigarro o a iniciar una conversación. En otras, si
termino antes de que llegue el capellán, yo mismo buscaré diálogo con quienes
se encargan de la biblioteca o con algún otro recluso que transite por el
pasillo.
Al llegar el capellán, preparo
para la celebración de la eucaristía que, unas veces junto a él, otras solo, celebro
diariamente. Es el momento de mayor sosiego y paz en prisión. Puedo dedicarme
al Señor, con pausa y atención, sin prisas, en un coloquio intenso cuando lo
tengo entre mis manos y dentro de mi ser. A veces, guardo un enorme silencio
interior mientras lo observo. No puedo menos que darle las gracias por venir a
visitarme cada día, por querer ser mi huésped, por acompañarme. Le suplico por
mi familia y amigos, y ruego por todos los internos. Siempre hago una mención
ante Él, también, por mis enemigos. Ahora sé que los tengo. La Santa Misa es el
mejor momento de cada jornada. Cuando algún interno me pregunta por el secreto
de mi sonrisa, pienso: el trato con mi Cristo Prisionero y Encarcelado.
Pronto llega la hora de la
comida, sobre la una o una y media. El cabo
es el encargado de ir a buscarla a cocina y de repartirla, con la ayuda de dos
o tres internos, desde el office. No mucho más de cinco minutos me llegarán
para esta ocupación. Con el paso del tiempo llegaré a dedicar muchos más para
la tertulia y el café en el economato. Son momentos en los que aprovecharé para
conversar con mis nuevos compañeros.
Aproximadamente desde las dos a
las cuatro y media hemos de permanecer obligatoriamente en las celdas.
Teóricamente debería haber recuento, pero va a depender de quién sea el
funcionario de turno el que se realice o no. Si él no sube a hacerlo serán el cabo y otro interno quienes se
encargarán de chapar los chabolos.
De nuevo en la celda, después
de una pequeña siesta cuando la noche ha sido larga y no se ha dormido apenas,
sigo con el plan de vida: la oración de la tarde, la lectura del evangelio y
libros de espiritualidad. Luego, principalmente, mi tiempo es para escribir,
para responder a las decenas de cartas que cada día me llegan. A la vez que un
consuelo, son un estímulo y una ocasión para emular a los apóstoles. He de esforzarme
para poder mantenerme al día en la correspondencia.
Entre algunos de los que me
escriben hay quienes me hacen llegar un libro, postales, fotografías e,
incluso, sellos. Un detalle, este último, que puede parecer pequeño, pero que
es considerable para mí. Es un ejemplo de gran delicadeza y atención por parte
de quien se da cuenta de la limitación en la que vivo. No serán pocos los
bolígrafos, folios, sobres y sellos que llegue a utilizar.
A las siete, después del recuento,
se reparten las cenas. Yo no suelo acudir. Una vez cerrada la celda, sobre las
ocho, mi interno de apoyo me insistirá en que, al menos, tome algún yogur,
natillas o arroz con leche, que él siempre se encarga de traerme.En ocasiones, aún puedo leer o
escribir hasta el siguiente recuento, sobre las diez de la noche, pero suelen
ser más los cotorreos entre los que ocupamos la celda. Aunque pretenda poner punto y final a la
jornada con las oraciones de la noche, es frecuente que, una vez acostados, mi
interno de apoyo, siga hablándome hasta altas horas de la madrugada.
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