miércoles, 24 de octubre de 2012

Diario (10) Una jornada en prisión


Mantenerme ocupado, tratar de aprovechar el tiempo, marcándome una disciplina y un orden,  será de los primerísimos objetivos que me proponga para esta nueva vida carcelaria.
La jornada da comienzo a las ocho de la mañana con el recuento. El funcionario de turno junto al interno responsable del módulo, el “cabo” de enfermería, se encargan de ir abriendo, una a una, las puertas de las celdas. En este módulo no están automatizadas. Son de hierro, con un gran pasador  por fuera al que se le pone un candado. En cuanto abren la primera, ya se despierta hasta el más sordo, es tremendo el estruendo que hacen.
El desayuno se reparte desde el office. Uno o dos internos designados por el cabo se encargan de ir llenando de café con leche o cacao la botella -de plástico- o la taza  -también de plástico-, que, en procesión de a uno, porta cada interno que se acerca.  También se le entrega un paquetito con dos galletas. Estas procesiones matutinas de internos llaman mucho la atención por el aspecto externo de cada uno de ellos.  Todavía somnolientos, la mayoría, aún sin ducharse, en pijama unos, en chándal otros, ataviados de las formas más curiosas que se pueda imaginar.
Dependiendo de qué sanitario esté de guardia, no mucho más tarde unos días, incluso una hora más tarde, otros, llaman por megafonía para dispensar la medicación y la metadona. Es necesario acudir a la planta baja, ordinariamente a la cabina de seguridad de los funcionarios. Ante ellos ha de tomarse la dosis específica de la medicación que se nos haya prescrito.
 No pasan muchos días cuando me descubro, después de levantarme y desayunar, bajando al gimnasio. Creo que no había pisado uno desde el Seminario Menor. Alrededor de una hora de  bicicleta estática, abdominales, pesas.
Después de una ducha y un café, regreso a la celda. Hago la oración personal de la mañana y me dirijo, siempre que el funcionario de turno me lo permita, hacia el sociocultural. Allí se encuentra la capilla, un aula adaptada a tal efecto con capacidad para unas cincuenta personas. Más aula que capilla. Un crucifijo cuelga de la pared presidiendo el improvisado oratorio y una imagen de Nuestra Señora de la Merced está hacia un lado, tras un ambón de madera desde el que se proclama la Palabra de Dios. El altar, sencillo y digno, es también de madera. No hay sagrario.  Mientras espero al capellán, pues sólo él tiene llave de la sacristía, procuro rezar la liturgia de las horas por el pasillo o en la biblioteca. Hay días en los que me da tiempo todavía a rezar el rosario durante la espera. En ocasiones soy interrumpido por algún interno que se acerca a pedirme un cigarro o a iniciar una conversación. En otras, si termino antes de que llegue el capellán, yo mismo buscaré diálogo con quienes se encargan de la biblioteca o con algún otro recluso que transite por el pasillo.
Al llegar el capellán, preparo para la celebración de la eucaristía que, unas veces junto a él, otras solo, celebro diariamente. Es el momento de mayor sosiego y paz en prisión. Puedo dedicarme al Señor, con pausa y atención, sin prisas, en un coloquio intenso cuando lo tengo entre mis manos y dentro de mi ser. A veces, guardo un enorme silencio interior mientras lo observo. No puedo menos que darle las gracias por venir a visitarme cada día, por querer ser mi huésped, por acompañarme. Le suplico por mi familia y amigos, y ruego por todos los internos. Siempre hago una mención ante Él, también, por mis enemigos. Ahora sé que los tengo. La Santa Misa es el mejor momento de cada jornada. Cuando algún interno me pregunta por el secreto de mi sonrisa, pienso: el trato con mi Cristo Prisionero y Encarcelado.
Pronto llega la hora de la comida, sobre la una o una y media. El cabo es el encargado de ir a buscarla a cocina y de repartirla, con la ayuda de dos o tres internos, desde el office. No mucho más de cinco minutos me llegarán para esta ocupación. Con el paso del tiempo llegaré a dedicar muchos más para la tertulia y el café en el economato. Son momentos en los que aprovecharé para conversar con mis nuevos compañeros.
Aproximadamente desde las dos a las cuatro y media hemos de permanecer obligatoriamente en las celdas. Teóricamente debería haber recuento, pero va a depender de quién sea el funcionario de turno el que se realice o no.  Si él no sube a hacerlo serán el cabo y otro interno quienes se encargarán de chapar los chabolos.
De nuevo en la celda, después de una pequeña siesta cuando la noche ha sido larga y no se ha dormido apenas, sigo con el plan de vida: la oración de la tarde, la lectura del evangelio y libros de espiritualidad. Luego, principalmente, mi tiempo es para escribir, para responder a las decenas de cartas que cada día me llegan. A la vez que un consuelo, son un estímulo y una ocasión para emular a los apóstoles. He de esforzarme para poder mantenerme al día en la correspondencia.
Entre algunos de los que me escriben hay quienes me hacen llegar un libro, postales, fotografías e, incluso, sellos. Un detalle, este último, que puede parecer pequeño, pero que es considerable para mí. Es un ejemplo de gran delicadeza y atención por parte de quien se da cuenta de la limitación en la que vivo. No serán pocos los bolígrafos, folios, sobres y sellos que llegue a utilizar.
A las siete, después del recuento, se reparten las cenas. Yo no suelo acudir. Una vez cerrada la celda, sobre las ocho, mi interno de apoyo me insistirá en que, al menos, tome algún yogur, natillas o arroz con leche, que él siempre se encarga de traerme.En ocasiones, aún puedo leer o escribir hasta el siguiente recuento, sobre las diez de la noche, pero suelen ser más los cotorreos entre los que ocupamos la celda.  Aunque pretenda poner punto y final a la jornada con las oraciones de la noche, es frecuente que, una vez acostados, mi interno de apoyo, siga hablándome hasta altas horas de la madrugada. 

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