He de
reconocer que no había oído hablar de Monseñor Van Thuan hasta que el sacerdote
que me ha escrito lo menciona.
Curiosamente, el domingo, una reclusa que me ha visto y afirma
conocerme, me hace llegar a través del patrón
de pesca un pequeño libro, “Cinco
panes y dos peces”, escrito por él. También un compañero de curso, por
medio del capellán, me ha enviado, junto a otros libros, un ejemplar del
mismo. ¿Casualidad?... Su lectura me
ayudará a sacar propósitos muy concretos para el momento que estoy
atravesando. La referencia a un obispo
misionero en China, Monseñor John Walsh, que permaneció doce años en
cautiverio, al cabo de los cuales exclamó: “He
pasado la mitad de mi vida esperando”; junto a la reflexión que hace al
respecto Van Thuan: “Todos los
prisioneros, incluido yo mismo, esperan cada minuto su liberación”,
supondrá un aliciente a tomar la resolución que él mismo refiere haber tomado: “Decidí: yo no esperaré. Voy a vivir el
momento presente colmándolo de amor”.
Es
cierto, cuando estamos presos lo único que de verdad ansiamos, cada minuto,
cada segundo, es la noticia, el milagro que anuncie nuestra libertad. ¡Cuánto
hablamos de libertad ahora que carecemos de ella! Es la conversación
recurrente. Miro por la ventana hacia el horizonte. Más allá del mural del
Puente de Rande, de las azuladas techumbres de los módulos, de los muros y
alambradas que nos separan de la sociedad, se atisban las montañas. Tras ellas está el mundo del que procedemos y
al que hemos de volver. Mientras tanto, no puedo permanecer de brazos cruzados.
“La vida es aprender a amar” (Dom Helder
Cámara) y “lo importante no es el número
de acciones que hagamos, sino la intensidad del amor que ponemos en cada
acción” (Madre Teresa de Calcuta). He de decirme a mí mismo, como Van
Thuan: “Debo vivir cada día, cada minuto,
como el último de mi vida. Dejar todo lo que es accesorio, concentrarme sólo en
lo esencial… reservo para todos mi amor, mi sonrisa; tengo miedo de perder un
segundo viviendo sin sentido”.
No es difícil
aquí dejar a un lado lo accesorio. Renuevo el propósito de sonreír aunque me
cueste, de ofrecer lo que tengo y mi persona, de mostrarme tal cual soy a
quienes ahora conviven a mi lado. No me importa romper las recomendaciones de
prudencia sobre el trato con los demás que tanto el capellán como mi interno de
apoyo me han hecho. Debí de conseguirlo, porque no tardará mucho una psicóloga
en comentarle al capellán que me ve muy integrado, que si no estaré disimulando
para que me retiren el protocolo de suicidio. Hay personas que no son capaces
de ver más que de tejas para abajo.
Mi
vocación está intrínsecamente unida a la llamada a la Sociedad Sacerdotal de la
Santa Cruz y Opus Dei. Diariamente rezo la estampa del Beato Josemaría. En ella
pido “que yo sepa también convertir todos
los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión” de amar a Dios, “y de servir con alegría y sencillez a la
Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra
con la luminaria de la fe y del amor”. Me toca santificar ahora, y
santificarme, en este singular camino de la tierra que es la prisión.
En
su mayoría, quienes están aquí confinados no es porque hayan sido unos angelitos, es incuestionable. Pero, de
igual modo, y no puede obviarse, tampoco todos lo están por haber sido unos diablos o diabólicos.
¿Qué
es la cárcel? ¿El lugar donde enjaular a los malos para expatriarlos al olvido?
Hoy no se habla de cárceles sino de centros
penitenciarios. ¿Acaso no soy yo, como sacerdote, un ministro de la
penitencia? ¿Cuántas veces he invitado a mis feligreses a la penitencia?
¿Cuántas la he vivido yo mismo?
¡Centros penitenciarios! Esta expresión
me hace referir la prisión al sentido de la penitencia cristiana. La virtud de
la penitencia es la que dispone el corazón para detestar el pecado cometido,
apartarse de él y andar por el camino de la conversión. Los actos interiores de
pesar o de contrición son actos de la virtud de penitencia. Este término
procede de la voz griega “metanoia” –literalmente,
cambio de la mente, de la actitud interior-. La penitencia es un cambio del
espíritu o del corazón, un pesar y una conversión.
Cuando
se tiene la oportunidad de dialogar íntimamente con cada uno de los reclusos,
como uno más de ellos, no es difícil descubrir en muchos ese pesar, ese dolor por no haber actuado
correctamente en un momento determinado de la vida. ¿Qué hubiera hecho yo en la
misma situación, en el mismo ambiente, con la misma formación? Es una pregunta
que me hago interiormente ante cada uno de mis compañeros. ¿Acaso un centro
penitenciario no ha de buscar, como una de sus finalidades primordiales, la
reinserción del reo en la sociedad una vez haya cumplido la pena?
Mi
mismo compañero de celda, en cuanto llegué, sintió esa necesidad de cambio, de
conversión. Solamente el hecho de tener que compartir aposento con un
sacerdote, despertó en él esa exigencia interior. No fue preciso hablarle,
convencerle, mostrarle una vida nueva y distinta. Él mismo, ciego para ver lo
externo, pudo vislumbrar internamente, antes que ningún otro, la necesidad de
cambiar. ¡Qué alegría verlo en la ventana, orientado hacia el cielo, como
buscando allá fuera un lugar sagrado, una iglesia, tal vez a Dios mismo, en
actitud piadosa, musitando sus oraciones! “¿Está
rezando, D. Edelmiro?” –preguntaba-. Y al responderle yo que sí,
continuaba: “pues rece también por mí,
que yo rezo por usted”.
Mi
interno de apoyo, a quien apremiaban las charlas nocturnas, se familiarizó con
la costumbre de hacer antes sus oraciones. Le facilité unas estampas con las
tres avemarías, la oración del Papa Juan Pablo II por las familias y la del
Beato. Mientras yo me arrodillaba, él, sentado sobre su cama con una postura
semejante a la de quienes practican yoga, murmuraba sus rezos. Frecuentemente
me hacía reír cuando llegaba en la estampa del Beato a la expresión “fundador del Opus Dei”. Se le
atragantaban las palabras y, además, le afectaba ver la cara del Beato. “Esta la rezo porque es tu amigo”, me
decía. No sé qué gracia le encontraba, pero siempre se reía y me comentaba lo
mismo.
Son
pequeños detalles, ordinarios, sencillos… Estoy seguro de que el Señor les da
todo su valor y los enriquece con su amor. ¡Sí! Él transforma la prosa diaria
en endecasílabos.
A
lo largo de mi vida ministerial sólo había experimentado lo del ciento por uno
aquí en la tierra, que el Señor prometió a quien le siguiera. Me había preguntado, ante su exigente apelación,
“y el que no toma su cruz y sigue en pos
de mí, no es digno de mí” (Mt. 10,38), dónde estaba mi cruz´. Es la hora de
decir, con ánimo sincero, “nunc coepi!”
-¡ahora comienzo!-.
¿Quién
iba a imaginar aquel veintinueve de junio en que recibí la Ordenación, fiesta
de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, que tendría que sufrir también la
prisión? Como Pedro (Hch. 12, 1-17) tengo ocasión de sentir la fuerza que me
llega de la Iglesia que ora insistente y asiduamente por mí. Aunque el Señor no me haya enviado a un Ángel
que desate las cadenas de la prisión y me conduzca hasta la puerta, sí puedo
afirmar que me concede la angélica compañía
de personas que se ocupan de hacerme la estancia más llevadera. Como Pablo me
atrevo a repetir “estoy sufriendo hasta
verme entre cadenas como un malhechor, ¡pero la palabra de Dios no está
encadenada!” (2 Tim. 2, 8-9). En el Evangelio encuentro a Cristo, y en Él
la fortaleza.
Las
palabras de Isaías que Jesús se aplicó a sí mismo en la sinagoga son el lema
que elegí para mi Ordenación. (“El
Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la
Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, la vista a
los ciegos, para dar libertad a los oprimidos” Lc. 4, 18) ¡Todo un
atrevimiento por mi parte en aquella ocasión! ¡Toda una oportunidad para, con
su ayuda, ponerlo en práctica ahora!