miércoles, 31 de octubre de 2012

Diario (16) Centro penitenciario


He de reconocer que no había oído hablar de Monseñor Van Thuan hasta que el sacerdote que me ha escrito lo menciona.  Curiosamente, el domingo, una reclusa que me ha visto y afirma conocerme, me hace llegar a través del patrón de pesca un pequeño libro, “Cinco panes y dos peces”, escrito por él. También un compañero de curso, por medio del capellán, me ha enviado, junto a otros libros, un ejemplar del mismo.  ¿Casualidad?... Su lectura me ayudará a sacar propósitos muy concretos para el momento que estoy atravesando.  La referencia a un obispo misionero en China, Monseñor John Walsh, que permaneció doce años en cautiverio, al cabo de los cuales exclamó: “He pasado la mitad de mi vida esperando”; junto a la reflexión que hace al respecto Van Thuan: “Todos los prisioneros, incluido yo mismo, esperan cada minuto su liberación”, supondrá un aliciente a tomar la resolución que él mismo refiere haber tomado: “Decidí: yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente colmándolo de amor”.
                Es cierto, cuando estamos presos lo único que de verdad ansiamos, cada minuto, cada segundo, es la noticia, el milagro que anuncie nuestra libertad. ¡Cuánto hablamos de libertad ahora que carecemos de ella! Es la conversación recurrente. Miro por la ventana hacia el horizonte. Más allá del mural del Puente de Rande, de las azuladas techumbres de los módulos, de los muros y alambradas que nos separan de la sociedad, se atisban las montañas.  Tras ellas está el mundo del que procedemos y al que hemos de volver. Mientras tanto, no puedo permanecer de brazos cruzados.
                “La vida es aprender a amar” (Dom Helder Cámara) y “lo importante no es el número de acciones que hagamos, sino la intensidad del amor que ponemos en cada acción” (Madre Teresa de Calcuta). He de decirme a mí mismo, como Van Thuan: “Debo vivir cada día, cada minuto, como el último de mi vida. Dejar todo lo que es accesorio, concentrarme sólo en lo esencial… reservo para todos mi amor, mi sonrisa; tengo miedo de perder un segundo viviendo sin sentido”.
                No es difícil aquí dejar a un lado lo accesorio. Renuevo el propósito de sonreír aunque me cueste, de ofrecer lo que tengo y mi persona, de mostrarme tal cual soy a quienes ahora conviven a mi lado. No me importa romper las recomendaciones de prudencia sobre el trato con los demás que tanto el capellán como mi interno de apoyo me han hecho. Debí de conseguirlo, porque no tardará mucho una psicóloga en comentarle al capellán que me ve muy integrado, que si no estaré disimulando para que me retiren el protocolo de suicidio. Hay personas que no son capaces de ver más que de tejas para abajo.
                Mi vocación está intrínsecamente unida a la llamada a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei. Diariamente rezo la estampa del Beato Josemaría. En ella pido “que yo sepa también convertir todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión” de amar a Dios, “y de servir con alegría y sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor”. Me toca santificar ahora, y santificarme, en este singular camino de la tierra que es la prisión.
                En su mayoría, quienes están aquí confinados no es porque hayan sido unos angelitos, es incuestionable. Pero, de igual modo, y no puede obviarse, tampoco todos lo están por haber sido unos diablos o diabólicos.
                ¿Qué es la cárcel? ¿El lugar donde enjaular a los malos para expatriarlos al olvido? Hoy no se habla de cárceles sino de centros penitenciarios. ¿Acaso no soy yo, como sacerdote, un ministro de la penitencia? ¿Cuántas veces he invitado a mis feligreses a la penitencia? ¿Cuántas la he vivido yo mismo?
                ¡Centros penitenciarios! Esta expresión me hace referir la prisión al sentido de la penitencia cristiana. La virtud de la penitencia es la que dispone el corazón para detestar el pecado cometido, apartarse de él y andar por el camino de la conversión. Los actos interiores de pesar o de contrición son actos de la virtud de penitencia. Este término procede de la voz griega “metanoia” –literalmente, cambio de la mente, de la actitud interior-. La penitencia es un cambio del espíritu o del corazón, un pesar y una conversión.
                Cuando se tiene la oportunidad de dialogar íntimamente con cada uno de los reclusos, como uno más de ellos, no es difícil descubrir en muchos ese pesar, ese dolor por no haber actuado correctamente en un momento determinado de la vida. ¿Qué hubiera hecho yo en la misma situación, en el mismo ambiente, con la misma formación? Es una pregunta que me hago interiormente ante cada uno de mis compañeros. ¿Acaso un centro penitenciario no ha de buscar, como una de sus finalidades primordiales, la reinserción del reo en la sociedad una vez haya cumplido la pena?
                Mi mismo compañero de celda, en cuanto llegué, sintió esa necesidad de cambio, de conversión. Solamente el hecho de tener que compartir aposento con un sacerdote, despertó en él esa exigencia interior. No fue preciso hablarle, convencerle, mostrarle una vida nueva y distinta. Él mismo, ciego para ver lo externo, pudo vislumbrar internamente, antes que ningún otro, la necesidad de cambiar. ¡Qué alegría verlo en la ventana, orientado hacia el cielo, como buscando allá fuera un lugar sagrado, una iglesia, tal vez a Dios mismo, en actitud piadosa, musitando sus oraciones! “¿Está rezando, D. Edelmiro?” –preguntaba-. Y al responderle yo que sí, continuaba: “pues rece también por mí, que yo rezo por usted”.
                Mi interno de apoyo, a quien apremiaban las charlas nocturnas, se familiarizó con la costumbre de hacer antes sus oraciones. Le facilité unas estampas con las tres avemarías, la oración del Papa Juan Pablo II por las familias y la del Beato. Mientras yo me arrodillaba, él, sentado sobre su cama con una postura semejante a la de quienes practican yoga, murmuraba sus rezos. Frecuentemente me hacía reír cuando llegaba en la estampa del Beato a la expresión “fundador del Opus Dei”. Se le atragantaban las palabras y, además, le afectaba ver la cara del Beato. “Esta la rezo porque es tu amigo”, me decía. No sé qué gracia le encontraba, pero siempre se reía y me comentaba lo mismo.
                Son pequeños detalles, ordinarios, sencillos… Estoy seguro de que el Señor les da todo su valor y los enriquece con su amor. ¡Sí! Él transforma la prosa diaria en endecasílabos.
                A lo largo de mi vida ministerial sólo había experimentado lo del ciento por uno aquí en la tierra, que el Señor prometió a quien le siguiera.  Me había preguntado, ante su exigente apelación, “y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mt. 10,38), dónde estaba mi cruz´. Es la hora de decir, con ánimo sincero, “nunc coepi!” -¡ahora comienzo!-.
                ¿Quién iba a imaginar aquel veintinueve de junio en que recibí la Ordenación, fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, que tendría que sufrir también la prisión? Como Pedro (Hch. 12, 1-17) tengo ocasión de sentir la fuerza que me llega de la Iglesia que ora insistente y asiduamente por mí.  Aunque el Señor no me haya enviado a un Ángel que desate las cadenas de la prisión y me conduzca hasta la puerta, sí puedo afirmar que me concede la angélica compañía de personas que se ocupan de hacerme la estancia más llevadera. Como Pablo me atrevo a repetir “estoy sufriendo hasta verme entre cadenas como un malhechor, ¡pero la palabra de Dios no está encadenada!” (2 Tim. 2, 8-9). En el Evangelio encuentro a Cristo, y en Él la fortaleza.
                Las palabras de Isaías que Jesús se aplicó a sí mismo en la sinagoga son el lema que elegí para mi Ordenación. (“El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos” Lc. 4, 18) ¡Todo un atrevimiento por mi parte en aquella ocasión! ¡Toda una oportunidad para, con su ayuda, ponerlo en práctica ahora!

Diario (15) Consuelo en el dolor


La dureza de la vida en prisión es inevitable. Serán muchas las lágrimas derramadas en las noches perpetuas de celda, cuando ya mi interno de apoyo ha caído rendido de agotamiento y me deja ensayar el silencio.
Se hace especialmente difícil el apenas poder comunicarte con tu familia y la imposibilidad de recibir la visita de los amigos; el no poder telefonear más que en el tiempo establecido y a quienes el centro ha autorizado; el que un funcionario abra tu correspondencia para revisar qué contiene un sobre, antes de entregártelo, y que te ponga impedimentos cuanto descubre una fotografía o un sello en su interior. Se llega a sentir recelo, cuando justamente tendría que ser lo contrario, cada vez que te avisan que has recibido cartas. Si aún encima llegas a recoger a razón de diez diarias… En una ocasión me llegaron a enviar dinero en una de ellas. Cuando el funcionario me preguntó cómo era posible, no supe qué responder y, simplemente, palidecí. A otro interno a quien le había sucedido lo amenazaron con una sanción. ¿Qué culpa tenemos de que quienes nos escriben desconozcan las normas de prisión?
Que se limite el peculio, que conseguir un simple bolígrafo o un folio se conviertan en una odisea, que cada vez que necesitas algo tengas que escribir una instancia, que debas ingerir los medicamentos ante un funcionario,… son un añadido más a esa privación de libertad que sufres.
No, no se trata únicamente de tener que dormir encerrado en una celda o de carecer de libertad para desplazarte a otro módulo. Es mucho más. Siempre idéntico el paisaje a través de las mismas ventanas enrejadas. La desconfianza a ese interfono en tu celda que puede ser conectado por el guardia curioso para escuchar la conversación que mantienes. El pequeño patio, rodeado de altos muros que se rematan en cierres de alambres espinados, o el largo pasillo, como únicos lugares de esparcimiento, constantemente patrullados por las cámaras de seguridad y transitados por una mayoría de drogadictos pedigüeños que te confunden con un asistente social.
Y a todo ello se le suma el conocer que cierto compañero de residencia, que deambula cada día junto a ti, padece esquizofrenia y cumple condena por haber asesinado a su propia madre, o que al otro le dan, con más frecuencia de la prevista, brotes psicóticos que le llevan a implicarla con el primero que se le cruce delante. Constantemente has de permanecer vigilante, ya no sólo ante la posibilidad de que te roben, de que te puedan intimidar o de que no le caigas en gracia a alguno.
No son pocas las contrariedades que hacen que sufras el auténtico significado de la expresión privación de libertad.
El apoyo recibido supone un gran estímulo a superar las dificultades y a afrontar esta realidad. “¿Qué tal estás?”, es la pregunta que, por teléfono o por carta, se repite sin cesar. Hoy es la de un sacerdote al que he visitado en agosto la que me conmueve especialmente. Solamente subrayo aquí un fragmento:
 “¿Qué tal estás?... No sé muy bien qué decirte, sólo que me acuerdo mucho de ti, que te considero un buen amigo, que rezo por ti, que estoy seguro de que dentro de poco pasará esta pesadilla, y que antes de lo que pensamos podremos dar un paseo por la playa, y charlar hasta las tantas de la noche, como hemos hecho tantas veces…”
Acuérdate del Cardenal Van Tuan, que durante muchos años estuvo prisionero por causa de su condición de obispo y lo que en todo aquel tiempo le mantuvo con esperanza fue la celebración diaria de la Misa, con unas migas de pan sobre un papel de fumar y unas gotas de vino en una pequeña lata de sardinas.” (El capellán) “…me ha dicho que puedes celebrar la Misa cada día y si puedes celebrar la Misa puedes tocar con tus manos el cielo. A las diez y media de la mañana, cuando yo celebro mi Misa, acuérdate de que la ofrezco por ti, así estaremos unidos en espíritu en ese momento.”
“Te voy a copiar un poema de Garcilaso, que yo leo siempre que paso por algún sufrimiento, y que me ayuda a mantener “viva la llama” y a ponerlo todo en manos de Dios que son las mejores manos”
Se despide prometiendo volver a llamar a mis padres, con quienes ya había hablado, y en cuanto esté en mi casa venir a visitarme “ya que solo nos separan seis horas de carretera en Hyunday y tres horas y media en Renault.”. 
Este es el poema que me transcribe y que se convierte para mí en oración:

En el alma Señor,
una caricia tuya,
un beso de tu amor
y una sonrisa,
para llenar mi vida de ambiciones,
tu ambición y tu gloria,
y tu alegría,
tu alegría, Señor, que yo entreveo
cuando te siento sembrador de amores
porque sólo por mí creaste el cielo
y sólo para mí nacen las flores.
Mi juventud es tuya,
tú lo sabes,
tuyas mis esperanzas y mis sueños;
por ti, Señor, desgastaré mi vida
hasta hacerte querer del mundo entero.
Gracias Señor porque tu amor es mío,
por haberme admitido a tu servicio,
por tener en el alma tu sonrisa,
te seguiré, Señor, por donde quieras,
con la paz de tu amor en la mirada
y tendré el corazón hecho de hoguera
para abrasar el mundo con sus llamas.
Yo no nací sino para quereros,
mi alma os ha cortado a su medida,
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos
Por Vos nací, por Vos tengo la vida,
Por Vos he de morir y por Vos muero

martes, 30 de octubre de 2012

Diario (14) Esperanza en un milagro


           Aunque no es día de comunicaciones y no he solicitado ninguna especial, hoy, junto al capellán, vienen a visitarme el Obispo y el Vicario General. Los han dejado entrar hasta el módulo de enfermería, algo excepcional, y en uno de los despachos de la planta baja, tendremos ocasión de poder reunirnos.  Al acercarme a mi Obispo trato, como es costumbre, de besar su anillo. El anillo es “signo de fidelidad a la Iglesia” y besarlo supone un acto de humildad, obediencia y agradecimiento a Dios por sus representantes mayores. Él me lo impide y me da un abrazo. Me pregunta cómo está siendo mi estancia aquí y se preocupa por cómo me encuentro. Pronto me hablará de su descontento con el abogado que se ocupa de mi defensa. Al decirle que no sé nada de él desde que estoy en prisión, me apremia en la conveniencia de cambiar de defensor. Un sacerdote que ha coincidido conmigo durante los estudios en el seminario le ha hablado de un letrado de su parroquia que estaría dispuesto a llevar mi defensa. El Vicario interviene para reseñar que quizás lo conozca, pues era asiduo de la parroquia en la que llevé a cabo mi etapa pastoral como diácono. Si bien es verdad que no lo recuerdo, han pasado ya diez años, accedo a la propuesta y convenimos en que se hable con él. Continuamos nuestra conversación y le describo alguno de los acontecimientos que me han ocurrido desde mi llegada al lugar. Nos despedimos con otro abrazo y, junto al capellán y al Vicario, quien se emocionó especialmente al abrazarme, se marchan.
            No es poco el revuelo que arman mis compañeros de residencia cuando se enteran de la visita y bromean acerca del privilegio que la Institución Penitenciaria nos concede. Lo que ellos no saben es que, por el hecho de ser sacerdote y haber ejercido tan cerca de donde nos encontramos, se me ha aconsejado no recibir visitas de amigos. Los funcionarios temen una posible avalancha de feligreses y sacerdotes que quieran saludarme y que se produzca demasiado alboroto. Es la primera vez que se enfrentan a un caso tan singular y temen a las reacciones, incluida la de la prensa, que puedan exagerar el trato que me dispensen. “Cuanta más discreción y menos favoritismos será mejor para todos”, me advierten. Se llegó a barajar la posibilidad de trasladarme al Centro Penitenciario de Badajoz, según me cuentan, por lo que el mismo capellán se encarga de expresar al director que hará lo imposible para evitar las visitas y que persuadirá a los sacerdotes sobre la conveniencia de no venir a verme. Hay quienes, por no saberlo o no entenderlo, intentan acceder valiéndose de funcionarios conocidos, pero se les niega la posibilidad.
            El quince de octubre recibo la primera carta de mi abogado. En ella me hace saber que le ha llegado una nota de mi Obispo junto con mi solicitud para la renuncia a su asistencia.  Así mismo me reseña que mi padre le ha visitado para que le entregase una serie de documentos, pero que “dado el carácter íntimo, personal y de secreto profesional” no se los ha facilitado, si bien, afirma, se los cederá al nuevo letrado. Junto con esta carta me hace llegar los Autos en los que se deniegan los Recursos de Reforma que había interpuesto contra la Prisión provisional y el Procesamiento y otros dos relativos a la conclusión del Sumario y a la declaración como Responsable Civil Subsidiario del Obispado. Se despide deseándome “que tenga la mejor solución en este complicado asunto” y manifestando: “con esta fecha presento mi renuncia a su defensa y la representación del Procurador ante el Juzgado, y en carta que le entregué a su padre concedo también la Venia al Letrado que me sustituya”.
            La ansiedad no es poca. Pero se une a la esperanza de que un nuevo letrado pueda afrontar el tema desde una óptica más apropiada. Al fin y al cabo, y por lo que me dicen, el anterior apenas ha llamado a unos cuantos testigos de una extensa lista que se le había facilitado, no se ha entrevistado con ninguno de los profesores que impartían clases a los denunciantes y, como se retrasó tanto en la petición, recibió los informes del Instituto referidos a los chicos un día después de mi ingreso en prisión. Lo cierto es que durante estos seis meses solamente en una ocasión nos hemos visto en su despacho y, la mayoría de las ocasiones, he tenido que telefonearlo para que me fuera manteniendo informado.
            Es al día siguiente de haber recibido esa carta cuando me citan al locutorio de abogados. Me esperan dos hombres de aspecto elegante, uno mayor que el otro. Se presentan y me indican que están dispuestos a llevar mi defensa pero que antes de decidirse han de hablar conmigo. Mantuvimos una prolongada y profunda conversación. El mayor de ellos es quien la maneja realizando mil y una preguntas. Me lo pone todo muy negro y me habla de la buena impresión que le ha causado mi padre explayándose con multitud de elogios sobre él. No puedo contener las lágrimas. Después de un tiempo que se me hizo eterno, por fin, decide aceptar el caso. El abogado que le acompaña, más joven, es su hijo. Lo envía a Ponte Caldelas para que se ponga en contacto, de inmediato, con una notaria que conoce y agilice así los trámites pertinentes. Será entonces, una vez solos, cuando me diga: “no me gusta dejar a mis clientes sin, al menos, una esperanza. Mi mujer reza por usted desde que conoció el caso por la prensa. Unámonos a su oración para pedir un milagro”.
            ¿Toda mi esperanza ha de sustentarse en un milagro? No parece un mensaje alentador. 

sábado, 27 de octubre de 2012

Diario (13) La honda y el cayado...por la cruz


Ya he decidido acudir al comedor, en lugar de comer en mi celda, y visitar el economato, no sólo para comprar tabaco sino para charlar un rato mientras, con calma, tomo un café o un biofrutas.  Caminar por el pasillo para poder conversar con quien se me acerca deja de ser inusual.  El miedo inicial va desapareciendo, si bien no llega a perderse del todo, y paulatinamente voy conectando con mis compañeros de residencia. Se convierte en un nuevo reto para mí el explorar este desconocido mundo.
Además del ciego, mi interno de apoyo, el cabo y el licenciado, tendré oportunidad de ir tratando y conociendo al griego, al entrenador, al hijo del cabo, al patrón de pesca, al teñido, al chatarrero… e, incluso, a algunos de los que mi camarada de celda llama diabólicos. No son pocos los que se van acercando para exponerme sus preocupaciones e inquietudes, para hacerme partícipe de su propia historia describiéndome el camino que los ha traído a este lugar. Alguno me lleva hasta su chabolo, algo inédito en prisión por tratarse de ese lugar único, casi sagrado, donde la intimidad tiene su propio espacio. Lo hace para, lejos de miradas curiosas de reclusos o funcionarios, poder explayarse más apaciblemente.
Mi interno de apoyo se equivoca con frecuencia en su particular clasificación de presos. Juzga. Y, además, lo hace por las apariencias. Por ejemplo, al patrón de pesca no lo considera diabólico, porque lo trata bien, con respeto, y porque es aseado y mantiene un trato cordial con los demás. Sin embargo, eso no lo es todo. Me disgusta lo que, con socarronería, cuentan de él en su misma presencia. Está condenado por intento de homicidio. Su mayor tormento es que sólo quedara en el intento. Asestó varias puñaladas a su mujer, mucho más joven que él, cuando se percató de que había dilapidado sus ahorros de toda una vida en aventuras con jovencitos. Cuando, en locutorios, su abogado le comunicó la buena noticia de que no le juzgarían por homicidio porque su esposa había sobrevivido, comenzó a blasfemar y a dar puñetazos de rabia.
Una percepción de la realidad y de la vida, bastante distinta de la que tenía al ingresar, comienza a germinar. Algunos de los chabolos parecen verdaderas capillas con tanta estampa decorándolos. El que más y el que menos, aunque pudiera parecer lo contrario, se agarra a la oración y a la fe. Tal vez una fe interesada y poco formada pero, en definitiva, fe. Siento que, a pesar de mi condición de recluso, podré hacer algo por quienes conviven conmigo. Comprendo que, incluso aquí dentro, el sacerdocio del que soy indigno portador, tiene razón de ser. ¡Sí! Tal vez éste sea el lugar de los condenados, pero condenados por la justicia humana no por la divina. Un escritor francés, Henri Bordeaux, subrayaba que “en la justicia siempre hay peligro; o por parte de la ley o por parte de los jueces”. ¿Acaso no lo estoy viviendo en mi propia carne? No quiero, como expresaba Charles Dickens, que la caridad comience en mi casa, y la justicia en la puerta siguiente. Yo no estoy aquí para lanzar piedras contra nadie ni para hacer juicios sobre quienes me rodean. Las palabras del Señor en el Evangelio de Lucas adquieren una fuerza especial: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos” (6, 37). Éste va a ser, en adelante, el talante que procure vivir. Continúo siendo sacerdote y, por tanto, me urge la misión, si cabe más que nunca, de salvar, de anunciar la Buena Nueva que Cristo ha venido a traer.
Un nuevo Rostro del Señor va adquiriendo personalidad en mi interior. Es el rostro misericordioso de aquel Dios anonadado que se hizo uno de los nuestros para mirar con compasión a aquella pecadora arrepentida que con sus lágrimas bañaba sus pies (Lc. 7, 36ss), aquel rostro cuyo mirar penetrante hizo reconocer a Pedro la traición que acababa de cometer provocando que llore amargamente (Lc. 22, 61-62), el mismo rostro en el que un ladrón desde la cruz sabe descubrir al Dios que acaba regalándole el Cielo (Lc. 23, 42-43).
¡Sí! Siento la invitación que se me hace a estrenar nuevos ojos para mirar a Cristo, ese Cristo que nos parece conocido pero que nunca lo es del todo. Recuerdo el reproche que le hace a la samaritana junto al pozo cuando le pide de beber: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva” (Jn. 4, 10). Es necesario sacudir mucha cómodas costumbres y rutinas de la mente para despertar de un pesado sueño con nuevos ojos, ojos de niño, para poder ver y asombrarse. Aquellos discípulos que iban de camino hacia Emaús “mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle” (Lc. 24, 15) y María Magdalena “se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús” (Jn. 20, 14) ¿No es triste que después de tanto tiempo “conviviendo” con el Señor tengamos también que oírle dirigirse hacia nosotros para amonestarnos “oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer” (Lc. 24, 25)?
¡Sí! Siento que Él ha querido ir aquilatando en este tiempo tan especial su invitación a seguirle de cerca por ese camino singular que es preciso recorrer agarrado fuertemente a la Cruz, ese camino que no es otro que Él mismo: Camino, Verdad y Vida.
He de renovar el propósito de no querer parecerme a aquellos pastores del Antiguo Testamento que iban armados con su cayado e incluso con su honda –como nos muestra el pasaje de David contra Goliat en 1 Sam. 17, 40.50-. Quiero, como el Buen Pastor, cambiar la honda y el cayado por la cruz.

viernes, 26 de octubre de 2012

Diario (12) Comunicaciones


El modo ordinario de comunicación con la familia es a través de locutorios. Es la misma familia quien lo solicita. El día seis, a las doce, después de haber celebrado la Santa Misa, junto con otros internos un funcionario me conduce hacia el módulo de comunicaciones. Una vez allí, cada uno, hemos de intercambiar el NIS por un telefonillo que se nos entrega para el momento. Después de una espera que se me hace eterna, pude ver, por vez primera desde mi reclusión, a mis padres, hermana y cuñado a través de un cristal. Recuerdo cómo pegábamos nuestras manos al vidrio, como queriendo engañar a las leyes de la física, para que pudieran tocarse. Mi madre llegó incluso a besarme a través de él. He tenido que hacer un esfuerzo para no mostrarme apenado y traigo preparado algún que otro chiste y anécdotas para contarles. No quiero que se vayan más preocupados. Aunque son unos cuarenta y cinco minutos de comunicación, el tiempo se escapa precipitadamente ahora. Enseguida suena un aviso que comunica el final y dejan de oírme al otro lado. Un mayor esfuerzo aún para no derramar lágrimas y mantener la sonrisa.
Ya había tenido ocasión de hablar por teléfono con la familia antes de esta visita. Aunque no se pueden recibir llamadas, está permitido el realizarlas. Se solicita autorización a través de una instancia dirigida al departamento correspondiente.  Se deben consignar, además de los números telefónicos a los que se desea llamar, el nombre y número de DNI de los titulares. Por entonces, sólo podían ser tres o cuatro los destinatarios y tres llamadas por semana. Pero, en la práctica, podíamos telefonear una vez al día, en el horario establecido, eso sí, si el funcionario nos lo permitía. El teléfono se encuentra en la cabina de seguridad. El guardia es quien te lo acerca a un pequeño ventanuco rectangular para que introduzcas la tarjeta y marques el número. En ocasiones es él mismo quien lo hace. Después te pasa el auricular y, delante de él, conferencias con tu interlocutor. Alguno se retira para que puedas tener cierta intimidad, pero otros permanecen frente a ti e, incluso, pueden llegar a colgar si entienden que ha sido tiempo suficiente de charla. Lo cierto es que, aunque uno quisiera hablar mucho tiempo, la misma tarjeta telefónica agotaba su saldo en cinco o seis minutos.
Hasta el nueve de octubre no tengo ocasión de estrechar entre mis brazos a mis padres y hermana. Se me ha concedido una comunicación familiar o vis a vis que he solicitado mediante instancia, dirigida al departamento de seguridad, al poco de llegar. En el módulo de comunicaciones, en una de las celdas habilitadas para estas visitas,  tendremos ocasión de charlar en intimidad durante dos horas.  Después de los besos y calurosos abrazos en los que nos hemos fundido, hablamos sobre cómo van las cosas. Converso sobre mis compañeros de celda y de residencia. Les animo a que se tranquilicen porque me tratan bien. Insisto en que ellos lo están pasando peor que yo, que no deben preocuparse. Pregunto por los demás miembros de la familia y por los amigos. Me cuentan detalles de la manifestación que ha tenido lugar el pasado domingo. Hemos de abordar, también, el tema de la conveniencia de cambiar de abogado. En este tiempo no ha vuelto a dar señales de vida: ni ha venido a visitarme ni ha telefoneado preguntando por mí. Parece ser que está de vacaciones. Vertiginosamente se nos va el tiempo. La despedida es mucho más dura que la llegada. He de ser yo el primero en salir. Debo impresionar mi huella en un registro, como ya había hecho también al entrar. Un funcionario me devuelve el NIS que me había retenido y me hace pasar al otro lado de la puerta de acceso. Mis padres y hermana desaparecen por la puerta del otro lateral del pasillo agitando sus manos para decirme adiós. Dos funcionarios procederán entonces al cacheo de rigor que tiene lugar después de cada vis a vis. En una pequeña sala habilitada para ello debo depositar sobre una mesa todo lo que llevo en los bolsillos. El detector electrónico suena al pasar por mis zapatos. Son unos pequeños clavos, en las tapas, los que han hecho sonar la alarma. Aunque me asusto, el mismo funcionario me tranquiliza. Eso sí, en sucesivas ocasiones, llevaré calzado deportivo para que no vuelva a producirse.
¡Cuánto cuesta cada despedida! Después de haber comunicado uno permanece con mayor ansiedad de la que tenía. ¡Qué sensación de debilidad e impotencia!
Hay quienes se atreven a afirmar que las cárceles españolas parecen hoteles. Lo hacen para exigir un mayor rigor y dureza para los presos. Cierto es que no son comparables a las de otros países, ni en instalaciones ni en el trato a los encarcelados. Pero ¿acaso la privación de libertad, con todas las limitaciones que conlleva, no es suficiente castigo? ¿Es necesario añadir mayores penalidades a esta situación? Un mercedario, Melchor R. de Torres, escribió:


“Si es pobreza padecer necesidad
y tener poco,
y gran pobreza no tener cosa alguna,
suma pobreza será no tenerse
ni aun a sí mismo.
Y a este punto sólo el cautivo llega,
pues hasta su persona y libertad,
goza otro dueño”

jueves, 25 de octubre de 2012

Diario (11) "Prosperidad y riqueza"


Es día cuatro de octubre. La noticia que publica un diario comarcal me deja perplejo. Unas declaraciones, por parte de un portavoz del Obispado, siembran un enorme desconcierto en mí.  Familia y amigos, miembros de mis parroquias, compañeros profesores y algunos hermanos presbíteros, por lo que tuve ocasión de saber más tarde, se indignaron al leerlas. “El obispado no tomará ninguna decisión acerca de su posible regreso a la Iglesia hasta que la jueza que instruye el caso haga públicos los datos de los que dispone” y, remata, “acerca de la posible culpabilidad o inocencia del párroco, no han querido manifestar su opinión”.
¡Vaya! He ingresado al seminario con 13 años. Llevo desarrollando el ministerio sacerdotal desde el 29 de junio de 1991 en esta diócesis. Creía que me conocían sobradamente. Sin embargo, no han querido pronunciarse acerca de mi encarcelamiento ni manifestar su opinión sobre mi posible culpabilidad o inocencia.
No tengo palabras para describir lo que siento. De lo que sí estoy seguro, es de que no puede hablarse de “corporativismo”. Ha sido durante la Instrucción cuando alguien habló de no llamar a declarar como testigos a sacerdotes porque, entendían, podrían no ser del todo sinceros por un sentimiento corporativista.  Desde luego, las declaraciones en prensa de hoy, no podrán ser tildadas como de "confianza" y, menos aún, de "apoyo" o "solidaridad".  No son precisamente una invitación a la tranquilidad y al sosiego, ni creo que sea lo que cabría esperarse, pero es lo que hay.
La prisión se convierte para mí en un lugar dónde, en palabras de san Agustín, poder "orar prolongadamente", que como él mismo nos dirá "es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. El Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a Él no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas" (San Agustín, obispo, a Proba; Carta 130).
Prueba de que “no se le ocultan nuestros gemidos”  es uno de esos muchos "consuelos" que el Señor tiene reservados para los suyos y que me llegará de mano de quienes han sido mis feligreses y de un modo que no me esperaba.
Es ocho de octubre. Las noticias hoy, publicadas en tres periódicos distintos, darán cumplida cuenta de la manifestación que ha tenido lugar el domingo día siete, en el Pabellón municipal de deportes de un pueblo cercano a donde se encuentra la cárcel, para defender mi inocencia. Uno de los que fueron monaguillos durante mi estancia en ese pueblo, donde fui párroco, lee un comunicado en mi defensa, destacando "su conducta intachable, su comportamiento ejemplar y su labor encomiable año tras año". También un sacerdote, que presta labores de auxiliar con el capellán de prisión, manifestará: "Estamos convencidos de que todo es un montaje malicioso y esperamos que la justicia demuestre que es inocente".
Aquel domingo diluviaba. Sin embargo, no impidió que, entre mil y mil quinientas personas, fieles llegados desde las parroquias donde se produjo la denuncia y algunos amigos que se unían a los de las parroquias donde antes había ejercido, después de haber recorrido en autobús o en coches particulares una carretera de por sí aventurada, ¡cuánto más con lo que caía aquel día!,  se concentraran para solicitar, de palabra y a través de pancartas, mi puesta en libertad al considerarme inocente y "víctima de una venganza por algo que en su día seguramente se aclarará". ¡Sí! Personas de todas las edades, incluso niños -como subraya una de las crónicas periodísticas-.
Recuerdo aquel pasaje en que Jacob se dirige a Labán: "Tú sabes cómo te he servido, y cómo le fue a tu ganado conmigo: bien poca cosa tenías antes de venir yo, pero ya se ha multiplicado muchísimo, y Yahveh te ha bendecido a mi llegada" (Gn. 30, 29-30). En este pasaje, del que ahora he extraído solamente dos versículos, se muestra cómo Dios bendice a Jacob dándole prosperidad y riqueza. ¿Es poca la "prosperidad y riqueza" que ahora me regalan valientemente quienes han sido mis fieles? ¡GRACIAS!

miércoles, 24 de octubre de 2012

Diario (10) Una jornada en prisión


Mantenerme ocupado, tratar de aprovechar el tiempo, marcándome una disciplina y un orden,  será de los primerísimos objetivos que me proponga para esta nueva vida carcelaria.
La jornada da comienzo a las ocho de la mañana con el recuento. El funcionario de turno junto al interno responsable del módulo, el “cabo” de enfermería, se encargan de ir abriendo, una a una, las puertas de las celdas. En este módulo no están automatizadas. Son de hierro, con un gran pasador  por fuera al que se le pone un candado. En cuanto abren la primera, ya se despierta hasta el más sordo, es tremendo el estruendo que hacen.
El desayuno se reparte desde el office. Uno o dos internos designados por el cabo se encargan de ir llenando de café con leche o cacao la botella -de plástico- o la taza  -también de plástico-, que, en procesión de a uno, porta cada interno que se acerca.  También se le entrega un paquetito con dos galletas. Estas procesiones matutinas de internos llaman mucho la atención por el aspecto externo de cada uno de ellos.  Todavía somnolientos, la mayoría, aún sin ducharse, en pijama unos, en chándal otros, ataviados de las formas más curiosas que se pueda imaginar.
Dependiendo de qué sanitario esté de guardia, no mucho más tarde unos días, incluso una hora más tarde, otros, llaman por megafonía para dispensar la medicación y la metadona. Es necesario acudir a la planta baja, ordinariamente a la cabina de seguridad de los funcionarios. Ante ellos ha de tomarse la dosis específica de la medicación que se nos haya prescrito.
 No pasan muchos días cuando me descubro, después de levantarme y desayunar, bajando al gimnasio. Creo que no había pisado uno desde el Seminario Menor. Alrededor de una hora de  bicicleta estática, abdominales, pesas.
Después de una ducha y un café, regreso a la celda. Hago la oración personal de la mañana y me dirijo, siempre que el funcionario de turno me lo permita, hacia el sociocultural. Allí se encuentra la capilla, un aula adaptada a tal efecto con capacidad para unas cincuenta personas. Más aula que capilla. Un crucifijo cuelga de la pared presidiendo el improvisado oratorio y una imagen de Nuestra Señora de la Merced está hacia un lado, tras un ambón de madera desde el que se proclama la Palabra de Dios. El altar, sencillo y digno, es también de madera. No hay sagrario.  Mientras espero al capellán, pues sólo él tiene llave de la sacristía, procuro rezar la liturgia de las horas por el pasillo o en la biblioteca. Hay días en los que me da tiempo todavía a rezar el rosario durante la espera. En ocasiones soy interrumpido por algún interno que se acerca a pedirme un cigarro o a iniciar una conversación. En otras, si termino antes de que llegue el capellán, yo mismo buscaré diálogo con quienes se encargan de la biblioteca o con algún otro recluso que transite por el pasillo.
Al llegar el capellán, preparo para la celebración de la eucaristía que, unas veces junto a él, otras solo, celebro diariamente. Es el momento de mayor sosiego y paz en prisión. Puedo dedicarme al Señor, con pausa y atención, sin prisas, en un coloquio intenso cuando lo tengo entre mis manos y dentro de mi ser. A veces, guardo un enorme silencio interior mientras lo observo. No puedo menos que darle las gracias por venir a visitarme cada día, por querer ser mi huésped, por acompañarme. Le suplico por mi familia y amigos, y ruego por todos los internos. Siempre hago una mención ante Él, también, por mis enemigos. Ahora sé que los tengo. La Santa Misa es el mejor momento de cada jornada. Cuando algún interno me pregunta por el secreto de mi sonrisa, pienso: el trato con mi Cristo Prisionero y Encarcelado.
Pronto llega la hora de la comida, sobre la una o una y media. El cabo es el encargado de ir a buscarla a cocina y de repartirla, con la ayuda de dos o tres internos, desde el office. No mucho más de cinco minutos me llegarán para esta ocupación. Con el paso del tiempo llegaré a dedicar muchos más para la tertulia y el café en el economato. Son momentos en los que aprovecharé para conversar con mis nuevos compañeros.
Aproximadamente desde las dos a las cuatro y media hemos de permanecer obligatoriamente en las celdas. Teóricamente debería haber recuento, pero va a depender de quién sea el funcionario de turno el que se realice o no.  Si él no sube a hacerlo serán el cabo y otro interno quienes se encargarán de chapar los chabolos.
De nuevo en la celda, después de una pequeña siesta cuando la noche ha sido larga y no se ha dormido apenas, sigo con el plan de vida: la oración de la tarde, la lectura del evangelio y libros de espiritualidad. Luego, principalmente, mi tiempo es para escribir, para responder a las decenas de cartas que cada día me llegan. A la vez que un consuelo, son un estímulo y una ocasión para emular a los apóstoles. He de esforzarme para poder mantenerme al día en la correspondencia.
Entre algunos de los que me escriben hay quienes me hacen llegar un libro, postales, fotografías e, incluso, sellos. Un detalle, este último, que puede parecer pequeño, pero que es considerable para mí. Es un ejemplo de gran delicadeza y atención por parte de quien se da cuenta de la limitación en la que vivo. No serán pocos los bolígrafos, folios, sobres y sellos que llegue a utilizar.
A las siete, después del recuento, se reparten las cenas. Yo no suelo acudir. Una vez cerrada la celda, sobre las ocho, mi interno de apoyo me insistirá en que, al menos, tome algún yogur, natillas o arroz con leche, que él siempre se encarga de traerme.En ocasiones, aún puedo leer o escribir hasta el siguiente recuento, sobre las diez de la noche, pero suelen ser más los cotorreos entre los que ocupamos la celda.  Aunque pretenda poner punto y final a la jornada con las oraciones de la noche, es frecuente que, una vez acostados, mi interno de apoyo, siga hablándome hasta altas horas de la madrugada. 

lunes, 22 de octubre de 2012

Diario (9) Enfermería


El módulo de enfermería consta de tres plantas. En la baja, además de la cabina de seguridad, donde se alojan los funcionarios,  se encuentran los despachos, una sala de curas, la farmacia y un pequeño gimnasio.  Los internos no tenemos autorización de entrada a todas las zonas. Una puerta da paso a un patio rodeado de altos muros que se rematan en cierres de alambres espinados. En la planta primera, donde me hospedo, se encuentran las celdas, un office desde donde se reparten las comidas, un comedor, un par de salas comunes de usos múltiples, un cuarto de limpieza, un despacho médico, que en muy contadas ocasiones se abrirá, y el economato. También, en esta planta, hay una cabina de seguridad igual a la de la planta baja, donde, supuestamente, debería haber algún funcionario. Se comunican por un acceso interno. Sólo se utiliza un día a la semana cuando se nos hace entrega del peculio, nunca más de diez mil pesetas en billetes del centro penitenciario. En la segunda planta se alojan las mujeres, que acceden por una escalera distinta desde la planta baja.
He de compartir celda con dos reclusos: mi interno de apoyo, un joven de veintiséis años, y un invidente, de sesenta y cuatro. Este último, el mismo día de mi llegada, se dirige a mí para, confidencialmente, decirme: “D. Edelmiro usted es sacerdote. Malamente sé rezar el Credo, el Avemaría y el Padrenuestro… pero quiero confesarme”. Mi corazón da un vuelco. ¿Qué estoy oyendo? En una cárcel, un recluso ciego es capaz de descubrir en un clérigo en prisión preventiva, acusado de presuntos abusos sexuales a menores, una ocasión singular para reconciliarse con Dios. Sólo puedo repetir, interiormente, una jaculatoria que, a modo de súplica, vengo diciendo desde marzo: Domine, ut videam!
Las llamadas a través de la megafonía se suceden al día siguiente de mi ingreso: he de acudir a la consulta médica, al despacho de la psicóloga, a una entrevista con el educador. La psicóloga volverá a llamarme en un par de ocasiones más durante mi estancia. Con la psiquiatra no tendré consulta hasta una o dos semanas después, puesto que acude a prisión cada quince días.
Los primeros días salgo poco de mi celda. Acompañado del capellán a celebrar Misa, para acercarme al economato a comprar tabaco o para acudir a la llamada de los funcionarios. El interno de apoyo es quien se encarga de traernos el desayuno, la comida y la cena. No quiero llamar demasiado la atención. El capellán me ha aconsejado tratar de pasar lo más desapercibido que pueda, aunque me advirtió que, pronto, todos sabrán quién soy. Tememos la reacción de los reclusos que, contra quienes son acusados de delitos de esta naturaleza, pueden llegar a ser violentos. En mi caso se da la agravante de que soy sacerdote.
El 3 de octubre, como cabía esperar, la noticia de mi ingreso en prisión es publicada en prensa. Alguien se dirige a mí con voz airada: “¡oye, tú! ¿Eres el cura? Tengo que hablar contigo. ¿Qué es eso que dice el periódico sobre que te has pasado con unos chavales? ¿Chavales o chavalas? Porque yo tengo una hija allí”. Procurando no perder los nervios le pregunto por su hija. La conozco. Y también a la abuela de la niña. “¿Mantienes contacto con tu familia?” –pregunto-, “¿sueles llamarles por teléfono?”. Me responde que sí y le invito a telefonear y a averiguar qué le explican. Cuando regresó, con la cabeza inclinada sin atreverse a mirarme a la cara, en un tono totalmente distinto al anterior, me dijo: “Perdóneme. Ya estoy enterado de que son unos sinvergüenzas los que le han denunciado. ¿Por qué le han hecho esto? Todo el mundo, me ha dicho mi madre, está a su favor. Perdóneme”. A partir de este día, tenía que ser yo quien le preguntase cómo se encontraba y si necesitaba algo. Me respondía siempre con tono y gesto acobardado y no volvió a hacer ningún comentario al respecto.
Otro interno se acerca a mí para tranquilizarme: “Oye, ya sabes cómo son las pirañas estas de la prensa. No dejes que te afecte. Además, aquí dentro, el que esté libre… que tire la primera piedra. Piensa que hay muchos que están a tu favor, también lo dice la prensa”. Me invita a no permanecer escondido en mi chabolo  -así llamamos a la celda en el argot carcelario- y a salir hasta el economato y a pasear por el pasillo. Me cuenta que es licenciado en Historia y hablamos de distintos temas. Me trae unos papeles fotocopiados del “Enchiridion Leonis Papae” y me explica que cada día recita una oración del Papa León III: una “oración muy eficaz para alcanzar una pronta libertad los que se hallen presos por cualquier causa, si no es por asesinato”. Le pido que me la deje transcribir y aprovecha para preguntarme por el significado de algunos términos –Adonay, Tetragrámaton, Liburna y Saday-. También yo comenzaré a recitarla diariamente y tendré ocasión de copiarla para algún que otro recluso que me la solicitará.
Mi interno de apoyo se muestra preocupado por mí. No me deja ni a sol ni a sombra –aunque aquí más bien todo es sombra-. Está empeñado en saber si alguien más se ha dirigido a mí para reprocharme algo. Aunque le ruego que se tranquilice e insisto en que nadie más me ha recriminado por nada, no queda muy satisfecho. Más que un interno de apoyo parece mi guardia personal. En toda la noche apenas me deja dormir. No se reprimirá a la hora de hablar. Después de indicarme cómo he de comportarme ante quienes nos rodean, me irá orientando, con todo lujo de detalles, sobre a quiénes se les puede otorgar alguna confianza y a quiénes no.  No dejará de puntualizar machaconamente en que sólo se puede confiar en sí mismo y en que cada uno va a lo suyo. Para él, en la cárcel, existen tres clases de individuos: los funcionarios, con los que hay que mantener una prudente distancia y un incondicional respeto; los internos, que son únicamente aquellos que, respetando y haciéndose respetar, tratan de sobrellevar la situación con dignidad y, por último, los diabólicos, los que hostigan, no colaboran con nada ni nadie y se preocupan sólo de tener el suficiente peculio para poder estar continuamente colocados. A continuación de esta descripción, mucho más detallada y adornada, sobre los inquilinos de esta particular residencia, se consagrará a exponerme su personal historia. Lo hará a lo largo de sucesivas noches. Una no da para tanto. Aunque el ciego comparte nuestra celda, desde las diez de la noche, si no antes, ronca a sus anchas sin enterarse de nada.  


domingo, 21 de octubre de 2012

Diario (8) Ingreso en prisión


Cámaras de vigilancia, personal de seguridad, rejas automatizadas. El automóvil se detiene. Desciendo y me llevan al módulo de ingresos. Un funcionario revisa la bolsa de viaje que mi madre ha preparado a toda prisa y me ha entregado en los juzgados. Me retienen las camisas de cleriman, la máquina de afeitar y el masaje para después del afeitado. Como el veintiséis de marzo en el cuartel de la Guardia Civil, volverán a retratarme, medirme y tomarme las huellas digitales. Me solicitan el dinero que traigo para cambiarlo por unos billetes, a modo de los del Monopoly, que están plastificados y sellados por la administración: el peculio del centro penitenciario. Me hacen entrega, en una pequeña bolsa plástica, de distintos utensilios de aseo, un rollo de papel higiénico y unos cubiertos de plástico. El capellán, que ha llegado a recibirme, se ha encargado de retirar los preservativos, que entran también en el lote de acogida. Después me requieren el DNI y me facilitan un carné, el NIS,  el número interior de seguridad que nos identifica.
Soy un recluso, un interno del Centro Penitenciario de alta seguridad de A Lama. Atrás queda el mundo hasta ahora conocido. Uno inexplorado e insólito, que nunca he tenido intención de frecuentar, se abre ante mí.
El funcionario establece que debo seguir un "protocolo de suicidio", un Plan de Prevención de suicidios, PPS, por lo que me envían al módulo de enfermería y me asignan a un interno de apoyo.
Mientras realizamos el trayecto hacia el módulo, acompañado por el capellán de prisión, pienso que mi vida no tiene ya sentido. El temor marca estos primeros momentos, un temor que se une a la confusión y a los sentimientos de deshonra, indignidad y humillación. ¡Con que facilidad puede derrumbarse todo lo que una persona ha ido construyendo con denodado tesón! Una mentira es poderosa. Más que mil verdades esgrimidas en tu defensa. Una tremenda desazón hiere mi alma. Se preferiría la muerte a tener que pasar semejante vejación. "¿Dónde estoy? ¿Por qué? ¿Dónde está mi Dios?". Un Réquiem suena en mi interior. ¡Todo ha muerto! ¿Dónde está la vida? ¿Dónde una luz? ¡Todo es cruz! Dolor, sufrimiento, angustia, ansiedad, desconsuelo, tristeza, llanto,...
Estamos frente a la entrada de la enfermería. Dos enormes puertas enrejadas y acristaladas han de abrirse para dejarnos paso hacia un hall dominado por una cabina en la que un funcionario vigila y aprieta las teclas que las abren y cierran. Una vez dentro, otras dos puertas, de parecidas características a las anteriores, nos darán acceso a una escalera por la que subir a la planta en la que se encuentran las celdas. Otra puerta más ha de abrirse aún para acceder a un largo pasillo. Las cámaras instaladas ante ellas permiten al funcionario saber cuándo llegamos.
La celda es amplia. Al entrar, a la derecha, un pequeño habitáculo donde se encuentran la ducha y un lavabo. A la izquierda, otro de iguales dimensiones contiene la letrina y otro lavabo. Cuatro camas de hospital, unas mesas con ruedas, en las que se puede depositar una bandeja, sillas de plástico y taquillas metálicas componen el mobiliario. Hay tres ventanas con barrotes que dan hacia un módulo que llaman sociocultural. La celda está limpia. Un interno que se encarga del mantenimiento del módulo me hace entrega de unas sábanas, una manta y una colcha. Otro interno, mi interno de apoyo, me ayuda a hacer la cama y a colocar en una de las taquillas mis pocos enseres. Estoy instalado en mi nueva residencia.
No tengo idea de qué hora es. Me he venido sin reloj y no sé a qué ritmo pasa el tiempo. No he comido pero tampoco tengo apetito. El capellán me guía, en este momento, hacia la capilla; para que pueda celebrar la Santa Misa. Mientras nos dirigimos allí me va instruyendo acerca de cómo he de comportarme en este ambiente. Nos detenemos para que me presente a dos reclusos que encontramos en el pasillo. Uno de ellos me insistirá en que deje atrás los prejuicios y piense en mí mismo, en nadie más.
Mi primera Misa en prisión tiene un sabor substancialmente nuevo. No hay palabras que puedan expresar con exactitud lo que irrumpe en mi interior. Con lágrimas incontenidas, balbuceo esas misteriosas palabras tan añejas y novedosas a su vez: “…esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros…, éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. En el centro mismo de una prisión de alta seguridad, los gestos y palabras de mi sacerdocio me hacen albergar la maravillosa e incomprensible presencia del Señor, en su Cuerpo, en su Alma, en su Sangre, en su Divinidad. ¡Qué gran misterio! ¡Sí! Mi primera Misa aquí marca claramente un principio y un final. Las palabras tantas veces repetidas a lo largo de mis diez años de ministerio me suenan de un modo como recién estrenado ahora. Esas expresiones renovadoras, reconfortantes: “no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, “no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya…”, “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos…”, “la Paz os dejo, mi Paz os doy”… me ayudarán a descubrir un Rostro nuevo del Señor. El Señor “prisionero” de mi voz y de mis manos, el Señor “encarcelado” en los sagrados dones del Pan y Vino de la Eucaristía.
Como Santo Tomás, en aquél precioso himno compuesto en honor del Cristo Eucarístico, repito: “En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido”. Como Monseñor Van Thuan podré llegar a expresar: “…la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana… Jesús eucarístico ayuda inmensamente con su presencia silenciosa… La fuerza del amor de Jesús es irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina bajo tierra durante la tempestad… Ofrezco la Misa junto con el Señor. Cada vez que ofrezco la Misa tengo la oportunidad de extender las manos y de clavarme en la cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo…”.
La víspera de la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, una renovada ilusión interior nacida de la celebración de la Eucaristía, marcará profundamente mi supervivencia en esta nueva existencia que acaba de empezar. Una renovada ilusión que no tardará, incluso, en dejarse percibir, ya que pasaré de las lamentaciones, quejas y lágrimas a un nuevo estado que, aunque ansioso, me dejará tratar de tú a tú a mis nuevos compañeros de residencia. 

sábado, 20 de octubre de 2012

Diario (7) Camino a prisión


¡Una vez más detenido! He de esperar la llegada de la Guardia Civil. Esta vez no es la policía judicial de paisano en un automóvil camuflado, sino una pareja de la benemérita, en su coche policial, quien se encarga de mi custodia y traslado. Tampoco en esta ocasión me esposan. El coche cruza velozmente la ciudad, haciendo sonar la sirena para no tener que detenerse en los cruces ni semáforos. Penetrantes e hirientes, siento las miradas curiosas de los viandantes sobre mí. También las de los conductores de los vehículos que circulan a nuestro lado. Por fin llegamos a la entrada de la autopista. En la parte posterior del vehículo, aislada de los guardias por una mampara, sobre unos asientos plásticos e incómodos, con la cabeza gacha, los ojos inundados y en silencio absoluto, pasan por mi pensamiento innumerables conjeturas. Un sentimiento de vergüenza y humillación se apodera de mí y, al llegar al peaje, de nuevo ese dolor tan particular al sentirme observado por el empleado de autopista.
El coche toma ya una carretera familiar para mí. Es la que, años antes, transité en cantidad de ocasiones, cuando era administrador de las que fueron mis primeras parroquias en la diócesis. Me asaltan los recuerdos. En especial, viene a mi memoria aquella primera vez que, con casi un centenar de fieles, recorría este mismo camino, en peregrinación, a pie, a Santiago de Compostela. ¿Dónde ha quedado la energía de entonces? ¿Dónde aquellas ilusiones primeras? ¿Quién puede imaginar, de entre mis antiguos feligreses, que en este coche policial va detenido y custodiado ahora el que fue su consejero y pastor? ¿Tiene algún significado especial que se convierta en la última senda antes de ingresar a prisión? Agarro con fuerza el crucifijo y una medalla de la Virgen que llevo en mi bolsillo. Son todo cuanto poseo. Son los únicos que pueden acompañarme ahora. Llega a mi memoria aquella frase de la Escritura,  “ha sido contado entre los malhechores”  (Lc. 22, 37), y, en mi interior, exclamo, quizás con más sinceridad que nunca: “El Señor es el lote de mi heredad, mi suerte está en su mano”.
Sigo absorto en los recuerdos y en estos pensamientos cuando llegamos a nuestro destino.  

“Señor, mis ojos están vueltos a ti
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido, 
de la trampa de los malhechores” (Salmo 140) 




Diario (6) Autos de Procesamiento y de Prisión


Seis meses desde que esta situación ha comenzado. Personas en las que había depositado mi confianza me decepcionan. Otras, que me muestran todo su afecto y cariño, me hacen descubrir que sienten por mí algo más que una simple amistad. La confusión se hace mayor. Mi vida es zarandeada, un barullo de ideas me va dejando sin rumbo, sin saber hacia dónde debo dirigirme. No sé cómo he de actuar y cómo mostrarme ante quienes me rodean. Una época de incertidumbres, de desasosiego, de búsqueda a ciegas. Reacciones absurdas me harán conducirme de un modo inusual hasta entonces. Estoy desorientado. Me siento como una caña agitada por el viento, como un barco en alta mar que navega a la deriva en medio de una terrible tempestad.
El Obispo volverá a ponerse en contacto conmigo para interesarse por mi situación. También lo hace el Delegado Episcopal de Enseñanza. Decidirán no removerme del puesto de profesor del Instituto en el que impartía clases. Como no tengo que acudir, por estar de baja laboral, después de firmar la renovación del nombramiento en la Delegación de Enseñanza de Pontevedra, donde no ponen ninguna objeción, se informa a la dirección del Instituto que se enviará, como el pasado curso, a una profesora sustituta.
Siempre había oído decir que somos iguales ante la ley, que toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Los hechos me dirán que la realidad, sin embargo, no es esa.
El día uno de octubre, como es costumbre desde marzo, me dirijo a  los juzgados para firmar y, así, cumplir con la presentación obligada. Estoy en el aparcamiento donde estaciono el automóvil cuando mi abogado telefonea.  Dice que le han dejado un mensaje en su contestador para que a las once de la mañana comparezcamos ante la Jueza. Imagino que son buenas noticias y que, por fin, se ha llegado a la conclusión de todo este absurdo.
Cuando llega mi letrado, junto con la abogada de la acusación, que ni siquiera se ha dignado saludarme, entramos al despacho de la Instructora. En medio de un ambiente tenso,  la juez comienza la lectura a un nuevo Auto. Auto de Procesamiento por considerar que existen indicios contra mí como autor responsable de nueve presuntos delitos de abusos sexuales con prevalimiento y tres presuntos delitos de agresión sexual, dos en grado de tentativa y el tercero consumado. Acto seguido leerá también un Auto de Prisión Provisional comunicada y sin fianza.
¡No! No puedo creer lo que estoy oyendo. No reacciono. Lo único que le respondo a la Instructora, cuando me pregunta si tengo algo que alegar, es que no sé para qué se han llamado a los testigos y para qué se me ha hecho declarar si únicamente ha tenido en cuenta las declaraciones de los muchachos que me acusan. “¡No estoy, en absoluto, de acuerdo con esta resolución!”. Mi abogado argüirá el derecho de todo ciudadano a la presunción de inocencia y a no vulnerar su libertad, uno de los derechos fundamentales recogido por la Constitución.  Nada cambia. "Que conste en acta", dictaminará la juez.
Seis meses después de que se presenta la denuncia y da comienzo esta extraña Instrucción, se ordena mi ingreso en prisión. Telefoneo a mi hermana. Perpleja y sin respuesta, con arrojo, decide ir a buscar a mi madre, quien se encontraba trabajando y ya, más o menos, repuesta del susto que se había llevado en marzo. Pronto aparecen en el juzgado junto a mi padre, un compañero de curso, sacerdote, y una compañera de instituto. Ninguno damos crédito a lo que está ocurriendo. Nuestras miradas, unánimes, se dirigen hacia el letrado que se encarga de mi defensa. Él sólo puede decir: "en veinticinco años de ejercicio es la primera vez que algo así me sucede".
Tiempo suficiente para despedirme y, a pesar del gran esfuerzo por mantener la calma, sollozos, lágrimas, abrazos. Se me conduce hasta el calabozo. 

jueves, 18 de octubre de 2012

Diario (5) Examen Pericial


La medida cautelar de dieciséis de julio ha sido dictaminada por la titular del Juzgado de Instrucción encargado de llevar a cabo la investigación de mi caso. Ya no es la misma Juez que, el pasado veintiséis de marzo, después de preguntar al fiscal si había pruebas y de que éste le respondiera “ninguna”,  extendía su mano para apretar la mía al tiempo que me decía: “padre, tranquilo”. Fue el gesto más delicado y humano de aquél sombrío día en dependencias policiales y judiciales, y que me hizo prorrumpir en sollozos.
 Desde aquella fecha,  se ha vuelto a tomar declaración a los menores, que van todavía más lejos en sus acusaciones, como podré saber en cuanto se me vuelve a llamar ante la Juez para responder de ellas.
En septiembre telefoneo a mi abogado para que me informe de cómo transcurre la investigación. Después de disculparse por no haber contactado antes conmigo y de explicarme que ha sufrido un accidente de moto, me indica que en agosto todo ha estado paralizado. Es el mes de las vacaciones nacionales y, aunque los juzgados permanecen abiertos, los expedientes y sumarios parecen disfrutar también del período estival. Me recalca que debo estar tranquilo y que no podemos hacer otra cosa que esperar. Ya se me informará sobre la posibilidad de que el caso siga adelante o se dé por sobreseído por falta de pruebas.
El veinticuatro de este mismo mes compareceré nuevamente en los Juzgados. En esta ocasión, ante los psicólogos  asignados para que se me haga un examen pericial psicológico. Se pretende establecer una valoración de mi personalidad. Son más de tres horas en las que, después de una entrevista individual semiestructurada, se me aplica el Cuestionario de Personalidad MMPI.
De ahí extraerán, entre otras, las siguientes conclusiones: "se presenta sereno y colaborador, evidenciando un buen estado de ánimo..., no refiere antecedentes de consulta y/o tratamiento psicológico o psiquiátrico, ni circunstancias que lo motivaran. Refiere que actualmente está de baja laboral «por depresión» y a tratamiento farmacológico. ... se presenta correcto y colaborador, lúcido, orientado, su lenguaje es culto, fluido y coherente. No se observan alteraciones en el curso ni en el contenido de su pensamiento, ni trastornos en la sensopercepción, manteniendo adecuado juicio y razonamiento". Añadirán, además: "los resultados de la aplicación del cuestionario de personalidad MMPI, no ofrecen indicadores de trastorno mental invalidante. Puntúa significativamente por encima de la media..., perfil que corresponde a una persona sensible con intereses estéticos, idealista y que reacciona de forma depresiva ante las dificultades".
¿Evidenciaba “buen estado de ánimo”? ¿Ante que “dificultades” reaccioné de forma depresiva? ¿Cabe algún otro tipo de reacción ante lo que se me ha venido encima?
También, como he podido saber más tarde, a los denunciantes se les hará un examen pericial psicológico. Será al día siguiente y consistirá, para ellos, en una entrevista individual semiestructurada y una evaluación de la credibilidad del contenido de la entrevista.  
Sobre los menores razonarán: "presenta un irregular ajuste a la norma social", "cursó de ESO, por segunda vez, con pobre aprovechamiento académico y deficiente integración escolar", "se presenta inquieto, evidenciando una precaria estabilidad emocional. Refiere que en ocasiones se pone muy nervioso y sufre desmayos, habiendo consultado con Salud Mental Infanto-Xuvenil", "repitió curso en dos ocasiones, cursando de ESO, con deficiente aprovechamiento escolar", "describe problemas de integración escolar y social". De todos ellos se considera que producen "un relato con criterios de contenido suficientes para considerarlo verosímil".
Cuando estos informes llegan a mis manos, llama mi atención, que a ellos no se les hubiera hecho un cuestionario de personalidad ni a mí una evaluación de la credibilidad del contenido de la entrevista. De todos modos, no dejo de pensar en cómo en cuestión de unas horas se puede realmente llegar a conocer con autenticidad a una persona.
El pudor y la discreción no me dejan transcribir las declaraciones de estos muchachos ante la Guardia Civil, el 23 y 24 de marzo, ante la Juez, el 28 de mayo y 12 de junio, y ante los psicólogos, el 25 de septiembre. Baste, por ahora, indicar que he transcrito catorce folios, por ambas caras, con anotaciones señalando contradicciones e incoherencias. ¿Las tendrán en cuenta Jueza y fiscala?