sábado, 29 de septiembre de 2012

Retazos de vida en prisión (2)


Al ‘violín’, que así lo llaman, cuando era niño lo tachaban de estúpido. No es que fuera sólo el tonto de la clase o el de su aldea, del mismo modo lo estimaban en su casa. Su hermano mayor lograría ser la única excepción y quizás por eso se convirtiera en su referente. Sentía auténtica devoción por él pero, un día, se lo encontró muerto al llegar a casa. Se descerrajó  un tiro en la boca con la escopeta de caza de su padre. Nadie supo nunca el motivo. La madre murió de pena. El carácter del padre se volvió todavía más agrio y más tosco. Era el hijo varón que quedaba y le correspondió trabajar de albañil para traer un salario a casa, vigilar del ganado y echar una mano en las restantes faenas del campo. El adolescente comenzó a beber, quién sabe si para olvidar, y acometió la empresa de salir de fiesta a las aldeas vecinas y a la discoteca de la ciudad siempre que la ocasión terciaba. No le importaba ir solo ni tener que recorrer a pie los kilómetros desde su aldea hasta la algazara. Era su escape, su desahogo, la única diversión aprendida. Durante el servicio militar, la etapa más noble y heroica de su vida, progresó su afición por el alcohol y germinó la de ir de putas. Fue precisamente después, con la mili  cumplida, cuando ocurrió el fatal episodio que lo guió hasta la cárcel. En aquella discoteca ella estaba con sus amigas. No renunciaba a mirarlo y a sonreírle mientras cuchicheaba. Él, quizás ingenuamente, pensó que le gustaba. Se acercó y le preguntó si bailaba. Se negó. Continuó ojeándolo con mayor descaro y el chismorreo se contagió entre sus amigas que, ahora, lo miraban también y reían. Él no pudo pensar más que en un nuevo desprecio. Siguió bebiendo de modo compulsivo. Fue cuando ella dejó el grupo y se metió en el servicio cuando la acorraló. No consiguió forzarla, tal vez no fuera su última intención, y ante sus gritos, al fin, pronto acudieron. Le propinó los suficientes golpes como para que la tuvieran que atender en urgencias. El cumple condena desde hace más de ocho años y no le conceden permisos. Está bajo control médico y psiquiátrico para paliar su adición al alcohol y sus problemas mentales. Su padre ha muerto. 
            Un musulmán reclama mi atención por su simpatía y buen humor. Me cuenta que su condena es por ‘tráfico humano’. Era, reza su sentencia, el segundo patrón de la patera en la que cruzaban el Estrecho. Lo cierto, sin embargo, es que se estrenaba subiendo a una chalana y que miraba el mar por vez primera. No sabe si venía más muerto de frío o de miedo. El jersey de lana le trepaba hasta las orejas y llevaba los ojos clavados en el horizonte esperando ver la orilla que prometía un nuevo sentido a la vida. Le faltó tiempo para ponerse a gritar y a hacer señales en cuanto pudo percibir el gruñido de un motor y vislumbró a lo lejos el centelleo de unos focos. Casi se cae al agua él y todos los que viajaban hacinados en aquella embarcación. Era una patrullera de la Guardia Civil española la que los rescató en medio de las aguas. Se autoinculpó para que no lo repatriaran. Viene escabullendo la pobreza extrema, una vida sin ofertas y un futuro, cuando menos, poco halagüeño. ¿Qué tenía que perder? Puede que la vida pero... no parece allí valor en alza.
            Un centroafricano me confiesa cómo y por qué llegó hasta esta prisión. Escapaba de la terrible guerra civil que devastaba su país desde hace años. Se fuga de aquel horror y comete el delito de atravesar nuestra frontera con pasaporte falso. Un año y un día de privación de libertad y la deportación.
            Me encuentro a un joven a quien conocí en el 2001. Lo único que parece conservar de entonces es el llamativo color azul de sus ojos. Era de porte elegante, bien parecido, con aspecto aseado y limpio, más de niño bien que de maleante. Su delgadez, ahora, es extrema. Se ha rapado al cero y parte de su dentadura la ha perdido. Lleva tatuados los brazos, pendientes en la oreja y piercing en nariz y ceja. Acabó enganchándose y pillando el bicho. Entró a cumplir por un delito que cometió a los 18. Llevaba dos años trabajando cuando le llegó la citación del juzgado y le comunicaron su inmediato ingreso en el presidio.
            A mis manos llega un recorte de prensa. Publican la carta manuscrita de una joven que exculpa a su supuesto agresor y le pide perdón. A él lo condenaron a cuatro años por agresión sexual. La joven, que ha cumplido ahora los dieciocho, se excusa diciendo que denunció cuando tenía trece y la indujeron a mentir. La sentencia habla de la prueba irrefutable fundada en el testimonio de la menor. Al condenado le niegan uno tras otro los permisos porque, dicen, no asume el delito.

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