Al ‘violín’, que así lo llaman, cuando era
niño lo tachaban de estúpido. No es que fuera sólo el tonto de la clase o el de su
aldea, del mismo modo lo estimaban en su casa. Su hermano mayor lograría ser la
única excepción y quizás por eso se convirtiera en su referente. Sentía
auténtica devoción por él pero, un día, se lo encontró muerto al llegar a casa.
Se descerrajó un tiro en la boca con la
escopeta de caza de su padre. Nadie supo nunca el motivo. La madre murió de
pena. El carácter del padre se volvió todavía más agrio y más tosco. Era el
hijo varón que quedaba y le correspondió trabajar de albañil para traer un
salario a casa, vigilar del ganado y echar una mano en las restantes faenas del
campo. El adolescente comenzó a beber, quién sabe si para olvidar, y acometió
la empresa de salir de fiesta a las aldeas vecinas y a la discoteca de la
ciudad siempre que la ocasión terciaba. No le importaba ir solo ni tener que
recorrer a pie los kilómetros desde su aldea hasta la algazara. Era su escape,
su desahogo, la única diversión aprendida. Durante el servicio militar, la
etapa más noble y heroica de su vida, progresó su afición por el alcohol y
germinó la de ir de putas. Fue precisamente después, con la mili cumplida, cuando ocurrió el fatal episodio
que lo guió hasta la cárcel. En aquella discoteca ella estaba con sus amigas.
No renunciaba a mirarlo y a sonreírle mientras cuchicheaba. Él, quizás
ingenuamente, pensó que le gustaba. Se acercó y le preguntó si bailaba. Se
negó. Continuó ojeándolo con mayor descaro y el chismorreo se contagió entre
sus amigas que, ahora, lo miraban también y reían. Él no pudo pensar más que en
un nuevo desprecio. Siguió bebiendo de modo compulsivo. Fue cuando ella dejó el
grupo y se metió en el servicio cuando la acorraló. No consiguió forzarla, tal
vez no fuera su última intención, y ante sus gritos, al fin, pronto acudieron.
Le propinó los suficientes golpes como para que la tuvieran que atender en
urgencias. El cumple condena desde hace más de ocho años y no le conceden
permisos. Está bajo control médico y psiquiátrico para paliar su adición al
alcohol y sus problemas mentales. Su padre ha muerto.
Un
musulmán reclama mi atención por su simpatía y buen humor. Me cuenta que su
condena es por ‘tráfico humano’. Era, reza su sentencia, el segundo
patrón de la patera en la que cruzaban el Estrecho. Lo cierto, sin embargo, es
que se estrenaba subiendo a una chalana y que miraba el mar por vez primera. No
sabe si venía más muerto de frío o de miedo. El jersey de lana le trepaba hasta
las orejas y llevaba los ojos clavados en el horizonte esperando ver la orilla
que prometía un nuevo sentido a la vida. Le faltó tiempo para ponerse a gritar
y a hacer señales en cuanto pudo percibir el gruñido de un motor y vislumbró a
lo lejos el centelleo de unos focos. Casi se cae al agua él y todos los que
viajaban hacinados en aquella embarcación. Era una patrullera de la Guardia
Civil española la que los rescató en medio de las aguas. Se
autoinculpó para que no lo repatriaran. Viene escabullendo la pobreza extrema,
una vida sin ofertas y un futuro, cuando menos, poco halagüeño. ¿Qué tenía que
perder? Puede que la vida pero... no parece allí valor en alza.
Un
centroafricano me confiesa cómo y por qué llegó hasta esta prisión. Escapaba
de la terrible guerra civil que devastaba su país desde hace años. Se fuga de
aquel horror y comete el delito de atravesar nuestra frontera con pasaporte
falso. Un año y un día de privación de libertad y la deportación.
Me
encuentro a un joven a quien conocí en el 2001. Lo único que parece conservar
de entonces es el llamativo color azul de sus ojos. Era de porte elegante, bien
parecido, con aspecto aseado y limpio, más de niño bien que de maleante. Su
delgadez, ahora, es extrema. Se ha rapado al cero y parte de su dentadura la ha
perdido. Lleva tatuados los brazos, pendientes en la oreja y piercing en nariz
y ceja. Acabó enganchándose y pillando el bicho. Entró a cumplir por un delito
que cometió a los 18. Llevaba dos años trabajando cuando le llegó la citación
del juzgado y le comunicaron su inmediato ingreso en el presidio.
A
mis manos llega un recorte de prensa. Publican la carta manuscrita de una joven
que exculpa a su supuesto agresor y le pide perdón. A él lo condenaron a cuatro
años por agresión sexual. La joven, que ha cumplido ahora los dieciocho, se
excusa diciendo que denunció cuando tenía trece y la indujeron a mentir. La
sentencia habla de la prueba irrefutable fundada en el testimonio de la menor.
Al condenado le niegan uno tras otro los permisos porque, dicen, no asume el
delito.
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