sábado, 29 de septiembre de 2012

Retazos de vida en prisión (1)


En los últimos años la vida me ha traído por derroteros del todo inesperados que me han llevado a conocer y tratar a personas de las que, a botepronto,  uno escaparía a toda prisa si alguien le anunciara que se las iba a presentar. No, no hablo de la vecina indeseable, la que se pasa las horas en la ventana o tras la mirilla de la puerta, siempre más preocupada por las novedades de conductas ajenas que por sus propios problemas. No me refiero al compañero de chollo que no pega chapa y que sólo piensa en ganarse el ascenso peloteándose al jefe, ni a aquél que no te explicas cómo a estas alturas y en estos tiempos puede pensar como piensa y... ¡decirlo! No, no hablo de esa gente, no.
            Hablo del viejo que mató de un machetazo a su mujer, del joven condenado por la violación de aquella chica que le dijo no, del que se vino en patera buscando un mundo mejor y está en prisión, del que pensó en forrarse con un viaje y del que no hacía más que ‘ponerse’ para ‘viajar’, del que les ofreció a las que malvivían en la pobreza un futuro de ilusión para darles a cambio una situación infrahumana peor aún de la que sufrían,... Sí, hablo de ésos de los que no se quiere hablar si no es para exclamar que deben pudrirse en una cárcel, aplicarles la pena de muerte o repatriarse a su país.
            Parece de Perogrullo pero además de hablarse de ellos se puede hablar con ellos. También tienen voz, sentimientos, y sufren. Hay quienes lloran al despedirse de sus familias y amigos cada semana en locutorios, quienes se enternecen al ver a un niño sonreír y sueñan con ser libres cuando ven un pájaro volar. Sí, hombres y mujeres de carne y hueso, de corazón y sangre calientes, que sufren como sufres tú y son felices con lo que tú eres feliz. Tienen en su debe, es cierto, deudas que tal vez tú nunca hayas tenido ni tendrás. Arrojan saldo negativo difícil o imposible de borrar.
            El que mató a su esposa está en una celda de la enfermería. De noche se despierta, sobresaltado, repitiendo entre sollozos un nombre de mujer. Hace ya cinco años que cumplió los setenta. Es un hombre rudo al que parece que no le gusta hablar… La mayor parte de las horas las pasa sentado y en silencio. Se resiste cada vez que hay que llevarlo a la ducha pero, creo, que más que por aversión al agua es porque no se vea su cuerpo tatuado por enormes cicatrices. Alguien me ha dicho que algunos de sus hijos fueron los encargados de ir hiriendo su cuerpo. Indudablemente, también su alma. De siete, cinco han ido entrando y saliendo de cárcel en cárcel. Él trabajó toda su vida en la mar. A veces, cuando la lucidez retorna a su mente, habla de sus mareas a Terranova, al bacalao. Entonces le escribían contándole unos progresos que no existían. Los aprobados de sus hijos, en realidad, eran suspensos y el dinero no aprovechaba precisamente para costear los estudios. ‘¿Por qué me engañaban?’, pregunta en voz alta esperando una respuesta que nunca llegará. Una mentira tras otra y discusión tras discusión. Aquella noche aquel machete no se necesitaba allí. Tampoco era predecible que ella se hubiese cruzado en el instante justo. Él llora sin consuelo, repite una y otra vez el nombre de la que no regresará. Cree verla en su celda, a los pies de su cama, y no renuncia a seguir invocándola. No hay remedio. Ella no está ya y él se extingue con la voz, el alma y el corazón rotos por el dolor.
            Quien se ocupa de él es otro preso. Sus ojeras parecen moratones. Y es que hay noches que las pasa en vela, sentado a su lado, sin tumbarse ni un solo minuto. Lo afeita cada mañana, le ayuda a vestirse y le cambia de atuendo varias veces al día. Se encarga de enviar a lavandería, para la desinfección, el pijama y la muda de la cama, a la que han tenido que acabar colocando un hule. Lo secunda como si de su sombra se tratase a pesar de velar, además, por los otros dos que ocupan la misma celda.
           Sí, en cada celda de la enfermería hay cuatro internos. Además del viejo y el que lo cuida hay otros dos. Esquizofrénico paranoide uno y otro con SIDA, ‘tiene el bicho,’ y carece de defensas. Más frecuentemente de lo que desearía, al que los cuida le toca hacer de escudo humano porque inician disputas en las han llegado a las manos. El que padece esquizofrenia aprovecha la mínima ocasión para autolesionarse. Hay que estar constantemente pendiente de él. No hace mucho precisaron darle puntos en el antebrazo y una semana antes hubo que desplazarlo al hospital porque se llegó a coger la cefálica derecha con una cuchilla. La sangre brotaba como agua de un manantial.
A quienes en la cárcel se ocupan de sus compañeros enfermos les llaman ‘internos de apoyo’. A éste no le pagaban por lo que realizaba ni le aplicaban redención ninguna de pena. Habrá quien piense que así paga como es debido su culpa.

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