En los últimos años la vida me
ha traído por derroteros del todo inesperados que me han llevado a conocer y
tratar a personas de las que, a botepronto, uno escaparía a toda prisa si alguien le
anunciara que se las iba a presentar. No, no hablo de la vecina indeseable, la
que se pasa las horas en la ventana o tras la mirilla de la puerta, siempre más
preocupada por las novedades de conductas ajenas que por sus propios problemas.
No me refiero al compañero de chollo que no pega chapa y que sólo piensa en
ganarse el ascenso peloteándose al jefe, ni a aquél que no te explicas cómo a
estas alturas y en estos tiempos puede pensar como piensa y... ¡decirlo! No, no
hablo de esa gente, no.
Hablo
del viejo que mató de un machetazo a su mujer, del joven condenado por la
violación de aquella chica que le dijo no, del que se vino en patera buscando
un mundo mejor y está en prisión, del que pensó en forrarse con un viaje y del
que no hacía más que ‘ponerse’ para ‘viajar’, del que les ofreció
a las que malvivían en la pobreza un futuro de ilusión para darles a cambio una
situación infrahumana peor aún de la que sufrían,... Sí, hablo de ésos de los
que no se quiere hablar si no es para exclamar que deben pudrirse en una cárcel,
aplicarles la pena de muerte o repatriarse a su país.
Parece
de Perogrullo pero además de hablarse de ellos se puede hablar con ellos. También
tienen voz, sentimientos, y sufren. Hay quienes lloran al despedirse de sus
familias y amigos cada semana en locutorios, quienes se enternecen al ver a un niño
sonreír y sueñan con ser libres cuando ven un pájaro volar. Sí, hombres y
mujeres de carne y hueso, de corazón y sangre calientes, que sufren como sufres
tú y son felices con lo que tú eres feliz. Tienen en su debe, es cierto, deudas
que tal vez tú nunca hayas tenido ni tendrás. Arrojan saldo negativo difícil o
imposible de borrar.
El
que mató a su esposa está en una celda de la enfermería. De noche se despierta,
sobresaltado, repitiendo entre sollozos un nombre de mujer. Hace ya cinco años
que cumplió los setenta. Es un hombre rudo al que parece que no le gusta hablar…
La mayor parte de las horas las pasa sentado y en silencio. Se resiste cada vez
que hay que llevarlo a la ducha pero, creo, que más que por aversión al agua es
porque no se vea su cuerpo tatuado por enormes cicatrices. Alguien me ha dicho
que algunos de sus hijos fueron los encargados de ir hiriendo su cuerpo. Indudablemente,
también su alma. De siete, cinco han ido entrando y saliendo de cárcel en
cárcel. Él trabajó toda su vida en la mar. A veces, cuando la lucidez retorna a
su mente, habla de sus mareas a Terranova, al bacalao. Entonces le escribían
contándole unos progresos que no existían. Los aprobados de sus hijos, en
realidad, eran suspensos y el dinero no aprovechaba precisamente para costear
los estudios. ‘¿Por qué me engañaban?’, pregunta en voz alta esperando
una respuesta que nunca llegará. Una mentira tras otra y discusión tras
discusión. Aquella noche aquel machete no se necesitaba allí. Tampoco era
predecible que ella se hubiese cruzado en el instante justo. Él llora sin
consuelo, repite una y otra vez el nombre de la que no regresará. Cree verla en
su celda, a los pies de su cama, y no renuncia a seguir invocándola. No hay
remedio. Ella no está ya y él se extingue con la voz, el alma y el corazón rotos
por el dolor.
Quien
se ocupa de él es otro preso. Sus ojeras parecen moratones. Y es que hay noches
que las pasa en vela, sentado a su lado, sin tumbarse ni un solo minuto. Lo
afeita cada mañana, le ayuda a vestirse y le cambia de atuendo varias veces al
día. Se encarga de enviar a lavandería, para la desinfección, el pijama y la
muda de la cama, a la que han tenido que acabar colocando un hule. Lo secunda
como si de su sombra se tratase a pesar de velar, además, por los otros dos que
ocupan la misma celda.
Sí, en cada
celda de la enfermería hay cuatro internos. Además del viejo y el que lo cuida
hay otros dos. Esquizofrénico paranoide uno y otro con SIDA, ‘tiene el
bicho,’ y carece de defensas. Más frecuentemente de lo que desearía, al que
los cuida le toca hacer de escudo humano porque inician disputas en las han llegado
a las manos. El que padece esquizofrenia aprovecha la mínima ocasión para
autolesionarse. Hay que estar constantemente pendiente de él. No hace mucho
precisaron darle puntos en el antebrazo y una semana antes hubo que desplazarlo
al hospital porque se llegó a coger la cefálica derecha con una cuchilla. La sangre
brotaba como agua de un manantial.
A quienes en
la cárcel se ocupan de sus compañeros enfermos les llaman ‘internos de
apoyo’. A éste no le pagaban por lo que realizaba ni le aplicaban redención
ninguna de pena. Habrá quien piense que así paga como es debido su culpa.
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