sábado, 29 de septiembre de 2012

Retazos de vida en prisión (conclusión)


                 Se estremece uno al pensar que puede haber quienes hayan sido condenados por algo que jamás hayan perpetrado, quienes no dejen nunca de clamar su inocencia y no sean escuchados porque nadie escribe a un periódico, no tiene medios para recurrir o, simplemente, porque no le conceden la revisión de prueba que solicita.
            Pienso en quienes se suicidan en prisión, en quienes pierden la custodia de sus hijos y son abandonados por sus esposas, en quienes se han quedado sin amigos, sin trabajo, sin futuro y con la pesada carga de un pasado que marca indefectiblemente su presente. Podría recurrir a la imaginación pero, ¿hay algo más creativo que la misma realidad? Uno aprende. He aprendido a tener miedo a esos linchamientos públicos que recogen los medios de comunicación con excesiva frecuencia. He aprendido a temer ante los gritos de ‘¡penas íntegras!’, ‘¡que se pudran en la cárcel!’, ‘¡leyes más duras!’. Sí, me asustan los intransigentes, los que confían ciegamente en la ‘justicia’ revistiendo de infalibilidad a un magistrado y otorgando categoría de dogma de fe a una sentencia. Me asustan los que olvidan que ‘errar es de humanos’ y que todos, ¡todos!, incluidos los encarcelados, tienen derecho a cambiar.
            No me asusta que un condenado a mil años de prisión salga en libertad a los veinte, que un narcotraficante o un violador se reincorporen a la vida en sociedad. Lo que me aterra es saber si detrás del tiempo que se les fue entre rejas parten convencidos de su error y dispuestos a recomenzar una vida nueva y distinta, o si tornan peor de lo que entraron, repletos de resentimiento y venganza contra todo y todos, como una fiera enjaulada.
            Me pregunto cómo somos tan débiles que sólo podemos combatir y vencer, pero no perdonar. De Calderón es aquello de que ‘vencer y perdonar es vencer dos veces’.
            Antes no me importaban un comino estas cosas, no vivía entre rejas y no había experimentado el sabor de la derrota, no conocía la frase de Ortega y Gasset: ‘manifiesta cierta pobreza de espíritu no estar dispuesto a ver en la derrota una de las caras que puede tomar la vida’. Me empeño ahora en la guerra más difícil, la de combatirse a uno mismo para alcanzar la mejor de las victorias, vencerse a sí mismo.

Retazos de vida en prisión (2)


Al ‘violín’, que así lo llaman, cuando era niño lo tachaban de estúpido. No es que fuera sólo el tonto de la clase o el de su aldea, del mismo modo lo estimaban en su casa. Su hermano mayor lograría ser la única excepción y quizás por eso se convirtiera en su referente. Sentía auténtica devoción por él pero, un día, se lo encontró muerto al llegar a casa. Se descerrajó  un tiro en la boca con la escopeta de caza de su padre. Nadie supo nunca el motivo. La madre murió de pena. El carácter del padre se volvió todavía más agrio y más tosco. Era el hijo varón que quedaba y le correspondió trabajar de albañil para traer un salario a casa, vigilar del ganado y echar una mano en las restantes faenas del campo. El adolescente comenzó a beber, quién sabe si para olvidar, y acometió la empresa de salir de fiesta a las aldeas vecinas y a la discoteca de la ciudad siempre que la ocasión terciaba. No le importaba ir solo ni tener que recorrer a pie los kilómetros desde su aldea hasta la algazara. Era su escape, su desahogo, la única diversión aprendida. Durante el servicio militar, la etapa más noble y heroica de su vida, progresó su afición por el alcohol y germinó la de ir de putas. Fue precisamente después, con la mili  cumplida, cuando ocurrió el fatal episodio que lo guió hasta la cárcel. En aquella discoteca ella estaba con sus amigas. No renunciaba a mirarlo y a sonreírle mientras cuchicheaba. Él, quizás ingenuamente, pensó que le gustaba. Se acercó y le preguntó si bailaba. Se negó. Continuó ojeándolo con mayor descaro y el chismorreo se contagió entre sus amigas que, ahora, lo miraban también y reían. Él no pudo pensar más que en un nuevo desprecio. Siguió bebiendo de modo compulsivo. Fue cuando ella dejó el grupo y se metió en el servicio cuando la acorraló. No consiguió forzarla, tal vez no fuera su última intención, y ante sus gritos, al fin, pronto acudieron. Le propinó los suficientes golpes como para que la tuvieran que atender en urgencias. El cumple condena desde hace más de ocho años y no le conceden permisos. Está bajo control médico y psiquiátrico para paliar su adición al alcohol y sus problemas mentales. Su padre ha muerto. 
            Un musulmán reclama mi atención por su simpatía y buen humor. Me cuenta que su condena es por ‘tráfico humano’. Era, reza su sentencia, el segundo patrón de la patera en la que cruzaban el Estrecho. Lo cierto, sin embargo, es que se estrenaba subiendo a una chalana y que miraba el mar por vez primera. No sabe si venía más muerto de frío o de miedo. El jersey de lana le trepaba hasta las orejas y llevaba los ojos clavados en el horizonte esperando ver la orilla que prometía un nuevo sentido a la vida. Le faltó tiempo para ponerse a gritar y a hacer señales en cuanto pudo percibir el gruñido de un motor y vislumbró a lo lejos el centelleo de unos focos. Casi se cae al agua él y todos los que viajaban hacinados en aquella embarcación. Era una patrullera de la Guardia Civil española la que los rescató en medio de las aguas. Se autoinculpó para que no lo repatriaran. Viene escabullendo la pobreza extrema, una vida sin ofertas y un futuro, cuando menos, poco halagüeño. ¿Qué tenía que perder? Puede que la vida pero... no parece allí valor en alza.
            Un centroafricano me confiesa cómo y por qué llegó hasta esta prisión. Escapaba de la terrible guerra civil que devastaba su país desde hace años. Se fuga de aquel horror y comete el delito de atravesar nuestra frontera con pasaporte falso. Un año y un día de privación de libertad y la deportación.
            Me encuentro a un joven a quien conocí en el 2001. Lo único que parece conservar de entonces es el llamativo color azul de sus ojos. Era de porte elegante, bien parecido, con aspecto aseado y limpio, más de niño bien que de maleante. Su delgadez, ahora, es extrema. Se ha rapado al cero y parte de su dentadura la ha perdido. Lleva tatuados los brazos, pendientes en la oreja y piercing en nariz y ceja. Acabó enganchándose y pillando el bicho. Entró a cumplir por un delito que cometió a los 18. Llevaba dos años trabajando cuando le llegó la citación del juzgado y le comunicaron su inmediato ingreso en el presidio.
            A mis manos llega un recorte de prensa. Publican la carta manuscrita de una joven que exculpa a su supuesto agresor y le pide perdón. A él lo condenaron a cuatro años por agresión sexual. La joven, que ha cumplido ahora los dieciocho, se excusa diciendo que denunció cuando tenía trece y la indujeron a mentir. La sentencia habla de la prueba irrefutable fundada en el testimonio de la menor. Al condenado le niegan uno tras otro los permisos porque, dicen, no asume el delito.

Retazos de vida en prisión (1)


En los últimos años la vida me ha traído por derroteros del todo inesperados que me han llevado a conocer y tratar a personas de las que, a botepronto,  uno escaparía a toda prisa si alguien le anunciara que se las iba a presentar. No, no hablo de la vecina indeseable, la que se pasa las horas en la ventana o tras la mirilla de la puerta, siempre más preocupada por las novedades de conductas ajenas que por sus propios problemas. No me refiero al compañero de chollo que no pega chapa y que sólo piensa en ganarse el ascenso peloteándose al jefe, ni a aquél que no te explicas cómo a estas alturas y en estos tiempos puede pensar como piensa y... ¡decirlo! No, no hablo de esa gente, no.
            Hablo del viejo que mató de un machetazo a su mujer, del joven condenado por la violación de aquella chica que le dijo no, del que se vino en patera buscando un mundo mejor y está en prisión, del que pensó en forrarse con un viaje y del que no hacía más que ‘ponerse’ para ‘viajar’, del que les ofreció a las que malvivían en la pobreza un futuro de ilusión para darles a cambio una situación infrahumana peor aún de la que sufrían,... Sí, hablo de ésos de los que no se quiere hablar si no es para exclamar que deben pudrirse en una cárcel, aplicarles la pena de muerte o repatriarse a su país.
            Parece de Perogrullo pero además de hablarse de ellos se puede hablar con ellos. También tienen voz, sentimientos, y sufren. Hay quienes lloran al despedirse de sus familias y amigos cada semana en locutorios, quienes se enternecen al ver a un niño sonreír y sueñan con ser libres cuando ven un pájaro volar. Sí, hombres y mujeres de carne y hueso, de corazón y sangre calientes, que sufren como sufres tú y son felices con lo que tú eres feliz. Tienen en su debe, es cierto, deudas que tal vez tú nunca hayas tenido ni tendrás. Arrojan saldo negativo difícil o imposible de borrar.
            El que mató a su esposa está en una celda de la enfermería. De noche se despierta, sobresaltado, repitiendo entre sollozos un nombre de mujer. Hace ya cinco años que cumplió los setenta. Es un hombre rudo al que parece que no le gusta hablar… La mayor parte de las horas las pasa sentado y en silencio. Se resiste cada vez que hay que llevarlo a la ducha pero, creo, que más que por aversión al agua es porque no se vea su cuerpo tatuado por enormes cicatrices. Alguien me ha dicho que algunos de sus hijos fueron los encargados de ir hiriendo su cuerpo. Indudablemente, también su alma. De siete, cinco han ido entrando y saliendo de cárcel en cárcel. Él trabajó toda su vida en la mar. A veces, cuando la lucidez retorna a su mente, habla de sus mareas a Terranova, al bacalao. Entonces le escribían contándole unos progresos que no existían. Los aprobados de sus hijos, en realidad, eran suspensos y el dinero no aprovechaba precisamente para costear los estudios. ‘¿Por qué me engañaban?’, pregunta en voz alta esperando una respuesta que nunca llegará. Una mentira tras otra y discusión tras discusión. Aquella noche aquel machete no se necesitaba allí. Tampoco era predecible que ella se hubiese cruzado en el instante justo. Él llora sin consuelo, repite una y otra vez el nombre de la que no regresará. Cree verla en su celda, a los pies de su cama, y no renuncia a seguir invocándola. No hay remedio. Ella no está ya y él se extingue con la voz, el alma y el corazón rotos por el dolor.
            Quien se ocupa de él es otro preso. Sus ojeras parecen moratones. Y es que hay noches que las pasa en vela, sentado a su lado, sin tumbarse ni un solo minuto. Lo afeita cada mañana, le ayuda a vestirse y le cambia de atuendo varias veces al día. Se encarga de enviar a lavandería, para la desinfección, el pijama y la muda de la cama, a la que han tenido que acabar colocando un hule. Lo secunda como si de su sombra se tratase a pesar de velar, además, por los otros dos que ocupan la misma celda.
           Sí, en cada celda de la enfermería hay cuatro internos. Además del viejo y el que lo cuida hay otros dos. Esquizofrénico paranoide uno y otro con SIDA, ‘tiene el bicho,’ y carece de defensas. Más frecuentemente de lo que desearía, al que los cuida le toca hacer de escudo humano porque inician disputas en las han llegado a las manos. El que padece esquizofrenia aprovecha la mínima ocasión para autolesionarse. Hay que estar constantemente pendiente de él. No hace mucho precisaron darle puntos en el antebrazo y una semana antes hubo que desplazarlo al hospital porque se llegó a coger la cefálica derecha con una cuchilla. La sangre brotaba como agua de un manantial.
A quienes en la cárcel se ocupan de sus compañeros enfermos les llaman ‘internos de apoyo’. A éste no le pagaban por lo que realizaba ni le aplicaban redención ninguna de pena. Habrá quien piense que así paga como es debido su culpa.